ucedió un día de la semana pasada, no recuerdo cuál, el confinamiento me está dejando el calendario mental trasconejado. El caso es que los niños y yo nos estábamos echando unos bailes en el salón cuando pusieron un temazo de Bruno Mars. Por supuesto, yo me vine arriba y subí el volumen de la radio a tope sin percatarme de que tú, que estabas haciendo la comida en la cocina, hacías una entrada triunfal por la puerta al segundo compás meneando caderas cual Miquel Iceta tras ganar unas primarias. Los txikis empezaron a reírse y yo me quedé allí, petrificada, ante el maravilloso secreto que me era revelado y que tú, por razones que nunca descubriré, tenías bien guardado en tu cofre de las siete llaves. De pronto mi cerebro se convirtió en el DeLorean inventado por el doctor Emmelt Brown y mis recuerdos en el condensador de flujo con los que viajé mentalmente en el tiempo a tantos y tantos momentos en los que me diste calabazas porque a ti eso de bailar no te iba. La noche que nos conocimos, la boda de tu hermano, nuestras escapadas de fin de semana, el aniversario de tus padres, los garitos de playa, las decenas de conciertos... Viví mi engaño año tras año buscando desesperada parejas de baile mientras te apostabas en una barra, columna o dintel más quieto que una iguana esperando la merienda. Ocultaste tu don renegando de la música funk, el soul o el dance pop, intentando convencerme que tú sólo aceptabas a Cesaria Evora, Silvio Rodriguez o Joni Mitchell... Y parece que, lejos de no saber bailar, resulta que hasta sabes hacer el Moon Walk de mi admirado Michael Jackson sin que se te mueva una pestaña. Allí estabas, meneándote como salido de un musical, haciendo el molinillo con el delantal y coreando a Bruno como si fuerais colegas de toda la vida. Manda narices que aun voy a tener que agradecerle algo al maldito coronavirus...
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