n literatura, hay una manera muy eficaz de conocer al personaje que estamos creando: llevarlo a una situación límite. La reacción del personaje ante esa situación nos devolverá una fotografía bastante nítida de cómo es en realidad. Todas las personas mostramos cómo somos, sobre todo, cuando vienen mal dadas. Nuestras decisiones en esos momentos nos retratan.

Las imágenes de gente comprando compulsivamente en los supermercados, vaciando las baldas de la leche, de la carne, (¿del papel higiénico?), por miedo al escenario que se pueda crear por el coronavirus, y creando así una alarma social que no hace más que empeorar las cosas, nos muestran una fotografía de una sociedad individualista, del sálvese quien pueda, una sociedad, en definitiva, sin conciencia social. Y es en estos momentos cuando nos damos cuenta de la importancia de formar a una sociedad como tal, como un grupo de personas que forman algo conjuntamente, que comparten un espacio común y que son capaces de aportar algo de su parte ante un reto común.

En este país ha funcionado durante mucho tiempo y en muchos ámbitos la cultura del auzolan, que de alguna manera se ha traducido en un importante tejido asociativo, en la tendencia a reunirse en sociedades y asociaciones de todo tipo, en el cooperativismo, en los actos de solidaridad o de apoyo a causas como nuestra lengua, en movimientos como el de las ikastolas, en el voluntarismo…

Vivimos, sin embargo, inmersos en un sistema capitalista en el que prima el interés individual, un sistema que es capaz de desactivar esa conciencia social y sustituir convivencia por competencia. El coronavirus no pone solo a prueba nuestro sistema sanitario, nuestros cuerpos, o nuestras instituciones. Pone también a prueba nuestra capacidad de responder colectivamente a una crisis. Nos pone el termómetro en nuestro nivel de conciencia social y de responsabilidad. Ahora que se suspenden partidos es precisamente el mejor momento para decir eso de “ánimo equipo”.