se ha cruzado con un grupo de chicas que están sentadas en un banco, a pocos metros de otro banco en el que hay un grupo de chicos. Risas, miradas de un banco a otro y mucho móvil. Isabel ha pensado que en sus tiempos no había móviles, pero que ya se las arreglaban para comunicarse con quien les interesaba. Y ha recordado aquel momento terrible en el que debía pasar por delante del chico que le gustaba. Y cómo su andar, de repente, se volvía ortopédico, cómo si se le hubiese olvidado caminar: ¿Cuál va ahora el pie derecho o el izquierdo? Todavía hoy le pasa algo parecido con la gente que le interesa, le gusta o le importa. Siente ante ellos o ellas como si no fuese del todo dueña de sí misma. Como si el interés por esa persona le impidiera actuar con naturalidad. Y, al mismo tiempo, como si no consiguiera ser del todo racional y no pudiera controlar del todo sus sentimientos. ¿Justamente me tiene que pasar esto con la gente que me gusta? ¿Por qué no puedo ser tan racional y tranquila como con la gente que me da igual? A Isabel le da mucha rabia y piensa que a pesar de que han pasado muchos años sigue haciendo lo mismo que cuando era adolescente. Se vuelve ortopédica. Pierde el control de sí misma. Con este pensamiento en la cabeza, Isabel ha recordado que en algún momento de su vida leyó algo de Alejandra Pizarnik, no recuerda si un poema o una cita, que decía algo parecido. Y se ha puesto a buscar. Y sí, así es, lo ha encontrado, en uno de sus cuadernos. En algún momento de su vida apuntó estas palabras de Pizarnik: “Qué fácil ser serena y objetiva con los seres que no me interesan, a cuyo amor o amistad no aspiro. Soy entonces calma, cautelosa, perfecta dueña de mí misma. Pero con los poquísimos seres que me interesan... Allí está la cuestión absurda: soy una convulsión”. Sus palabras le han confirmado una vez más que la literatura sirve en buena medida para que alguien ponga palabras a nuestros propios pensamientos.