Vitoria. Querían que fuera, pero no pudo ser. Respondieron como siempre, o más si cabe, pero se marcharon a casa con la sensación de que se había escapado una ocasión inmejorable para cerrar la serie. Los aficionados del Caja Laboral abandonaron el Fernando Buesa Arena cansados y cabizbajos, tras sufrir una derrota en una cita que habían estado aguardando con avidez y que se marchó por el sumidero a golpe de triple.
No era un día cualquiera. No era un partido más. Era el partido. Y quedó claro mucho antes de que llegara la hora fijada para el comienzo. Vitoria vivió este cuarto partido desde la víspera, a raíz de todo ese cruce de declaraciones que surgió como un murmullo en la garganta de Josean Querejeta y encontró una sucesión de truenos como réplica. El baskonismo le tenía ganas al Madrid. La rivalidad histórica se fue convirtiendo en fobia presente conforme los medios madrileños incrementaban el nivel de sus ataques al equipo azulgrana o, sobre todo a su presidente. Y el Buesa Arena, más infierno rojo que nunca, se convirtió en lo que se esperaba, en lo que fue. Aunque a la postre no bastara para sellar la clasificación de su equipo para la final.
Todo comenzó mucho antes. Se respiraba baloncesto desde que salió el sol. En las calles, en las bares, en las oficinas, en las redes sociales se vivía con pasión y nervios lo que estaba por llegar. Camisetas rojas, azulgranas, y alguna magenta salpicaban todos los rincones de la ciudad. La afición era consciente de que se trataba de un hoy o nunca. Nadie deseaba que la eliminatoria regresara a Madrid.
No había más viaje que hacer, hasta la final, que el que conducía a la marea azulgrana hasta el pabellón de Zurbano. Los atascos se adelantaron. Había nervios. Mucha más gente de la habitual se agolpaba junto a las torres antes de la apertura de puertas. Había ganas. La afición también quería ganar el partido. Sentía tanta necesidad como el equipo. Su apoyo, como en todas las grandes citas en la historia del club, resultó de un valor inestimable.
Los comentarios en los accesos evidenciaban que no habían sentado bien en la capital alavesa. Pocos se podrían reproducir en un texto periodístico. Se masticaba rabia. Y llegó el momento del partido. Si quedó alguna entrada sin vender, no se apreciaba en la imagen que reflejaban las gradas. Aterradora para cualquier rival, por potente que fuera, que tuviera que pisar el parqué. El Madrid recibió el cariño de la hinchada alavesa cuando salió a calentar y poco después, cuando llegó el momento de la presentación, que fue espectacular, espeluznante. De las que ponen los pelos de punta. Fue como siempre, pero diferente. Más intensa, más ardiente. Por primera vez desde la reinauguración del nuevo Buesa Arena se pudo comprobar hasta qué punto puede llevar en volandas a su equipo cuando se registre un lleno.
Una pitada de dimensiones bíblicas acompañó el desfile de los blancos por la megafonía. Felipe, quién si no, dinamitó los audímetros. Llull tuvo su ración. Va haciendo méritos para ingresar en el selecto club de los más odiados. Había ganas de responder con baloncesto a las descabelladas acusaciones que se habían vertido. Y la grada olvidó al rival para apoyar a su equipo. Había ganas de ser importante.
La afición no dejó de animar ni un solo instante. Se vació. Chilló. Aulló. Y trató de mantener en pie a su equipo hasta que aguantaron las fuerzas. El orgullo siguión intacto. "Os queremos así", gritaban las gradas en una noche en la que volvió a sonar el Dale, Ramón, pero en la que los golpes no se dieron en la pintura, sino que llegaron desde la línea de tres. Queda una bala, pero no se disparará bajo el manto protector de la mejor afición de la ACB.