NO podía llegar de otra manera, ni a través de otro protagonista. El desenlace de la final que ha supuesto la tercera liga ACB de la historia del Baskonia, probablemente la más meritoria, la menos esperada, se convirtió en un 4 de agosto anticipado. Fernando San Emeterio, el descartado, el prescindible, el grande, el incansable, el hombre que por decoro tiene que estar dentro de un par de meses en el Mundial de Turquía, apenas podía contener las fluctuaciones de adrenalina tras anotar el tiro libre decisivo. El corazón de un equipo que ha protagonizado una gesta de la que se hablará por décadas, tanto por la forma como ha llegado como por el tremendo rival que había enfrente, recogió la recompensa a una temporada tremendamente complicada y que se ha cerrado con un sobresaliente gracias al trabajo de una plantilla y un cuerpo técnico que merecen un monumento. Jamás he visto a un equipo teóricamente tan inferior afrontar una eliminatoria con la confianza y la concentración que han permitido al Baskonia dinamitar todas los pronósticos. Ni siquiera ayer, cuando los árbitros se comieron el pito, cuando el Barça tomó una ventaja que parecía insalvable, el equipo dejó de creer. Y mucho menos San Emeterio. El cántabro hizo lo único que sabe: encarar con decisión la canasta rival, sin miedos, sin excusas, con toda la fe que podían insuflarle las 9.000 almas que rebosaban el pabellón para zanjar la final y ganarse un hueco para siempre en nuestro corazón.