Vitoria. Tenía que ser así de maravilloso. Con angustia, taquicardia, agonía y un epílogo para el recuerdo, sellado con esa canasta más adicional de San Emeterio que, por motivos obvios, ha pasado ya a los anales del baskonismo. La tercera Liga de la historia sólo merecía semejante gesta, la tercera consecutiva protagonizada por un equipo con una fortaleza mental sin precedentes. Un desenlace tan conmovedor que desató la locura en un Buesa Arena rendido a los pies de unos gladiadores incansables y dignificó la idiosincracia de un club que, si de algo presume, es carácter ante las peores adversidades.
Porque un cobarde trío arbitral se encargó ayer de dilatar el monumental éxito azulgrana en esta final resuelta, a la postre, por la vía rápida. Un tapón de la discordia a cargo de Morris, que se interpuso ilegalmente en el lanzamiento de Eliyahu y daría paso a una prórroga inmerecida, obligó a la tropa alavesa al enésimo titánico esfuerzo. Por si el rival no atesorara suficiente artillería, hubo que lidiar con obstáculos inesperados. Era como volver a empezar. Poner el cuentakilómetros a cero y acometer la defunción del titán culé por cuarta vez. Otra prueba de fuego para un colectivo hecho de una pasta especial.
La magia de Ricky Rubio en ese tiempo suplementario había colocado al Caja Laboral ante un panorama ensombrecedor. La sombra del cuarto partido se cernía sobre Zurbano cuando Basile, a falta de siete segundos, anotaba un tiro libre (76-78) que ponía al baskonismo contra las cuerdas. Enganchó el balón San Emeterio, autor de un partido horrible para más inri. El cántabro sorteó a cuantos rivales le salieron al paso, anotó a aro pasado y extrajo el premio de la falta. Con el corazón de 9.700 aficionados completamente encogido durante unos segundos donde se cortó la respiración, el alero dio la puntilla al Barcelona desde los 4,60 metros. Y se desató la locura. Lágrimas de júbilo. Alegría desbordante.
La tercera Liga ya es una realidad. Un pequeño milagro con el que nadie contaba pero satisfecho con un corazón de león, una inquebrantable fe que movería la montaña más gigantesco y un espíritu irreductible sólo inoculado por un técnico ganador. Con la plantilla más vulgar de los últimos tiempos, Ivanovic ha extraído petróleo. De la exprimidora ha salido hasta el último jugo posible para edificar el título más valioso y difícil de la historia.
Bajo una insoportable atmósfera ambiental, el combinado vitoriano arrancó como un cohete. El Buesa Arena, convertido en un hervidero de pasiones, pareció engullir en primera instancia a un Barcelona al que tres canastas iniciales de Teletovic, Splitter y San Emeterio auguraron una corta travesía en esta ACB. Craso error. El ogro catalán deseaba morir matando y así sucedió.
Poco tuvo que ver la tercera entrega con los dos ásperos duelos iniciales. El trío arbitral decidió cortar por lo sano el juego subterráneo. Sin menoscabo de las labores destructivas, el intercambio de canastas y el ritmo trepidante redundaron en un espectáculo más vistoso. En medio de una inusual agitación de las masas ante cualquier roce hacia Splitter o los excesivos gestos de Navarro para provocar faltas, Ivanovic halló en el versátil Eliyahu al antídoto inesperado que sorprendió al coloso catalán.
dudas y miedo Seis puntos consecutivos del israelí al comienzo del segundo acto insuflaron oxígeno a un Baskonia dinámico que ni siquiera se resintió con la entrada de su segunda línea. Sólo Mickeal, muy superior en su emparejamiento individual ante San Emeterio, mantenía vivas las constantes vitales visitantes frente a un anfitrión sostenido por la inconmensurable casta de su icono brasileño y, tras el descanso, el despliegue de Herrmann. Como el trayecto hacia el éxito no podía ser un camino de rosas, el tercer cuarto se convirtió en un suplicio para las esperanzas azulgranas. Las faltas de Huertas provocaron un socavón ante la zona de ajustes de Pascual, la ansiedad jugó una mala pasada con pérdidas infantiles y algunas adormecidas estrellas culés como Ricky y Navarro despertaron del letargo. Ni siquiera así se rindió un majestuoso anfitrión.