Que levante la mano aquel seguidor baskonista que contara con finiquitar la final a las primeras de cambio. Los que así lo hicieron merecen un premio. Ahora que el tercer trofeo liguero ha decidido quedarse en Vitoria, no está de más recordar que, unos días antes de que el primer balón de esta serie contra el Barcelona se lanzara al aire, el grueso de la marea azulgrana que ayer pobló el Buesa Arena y las calles de la capital alavesa atisbaba este último paso hacia la gloria como un reto de proporciones épicas. Viable, sí, pero realmente complicado. Sin embargo, ayer el baloncesto volvió a demostrar que es un deporte apasionante. Una vez más, un balón, dos canastas y un puñado de grandes jugadores demostraron que "la vida puede ser maravillosa", como habría dicho ayer Andrés Montes si hubiera podido retransmitir en directo la impecable victoria del Caja Laboral.
Porque, hace apenas una semana, los jugadores baskonistas se afanaban casi hasta la extenuación en recordar que el conjunto de Xavi Pascual no era "imbatible". "Me molesta que todo el mundo diga que plantarnos en la final ya es un premio", decía Tiago Splitter en una entrevista concedida a este periódico un día antes de partir hacia tierras catalanas. "Sí, pero sí, sí. Un gran sí", respondía Mirza Teletovic al preguntarle si realmente creía que el Baskonia iba a ser capaz de dinamitar los cimientos culés. Nadie debió haber dudado de la máquina de triples bosnia.
La escuadra barcelonista, con su educadísimo y siempre correcto entrenador al frente -al menos hasta que ha visto peligrar su reinado-, cumplía el protocolo incidiendo en el peligro de los vitorianos. Eso cuando su técnico les permitió salir de la caverna en la que mantuvo al equipo enclaustrado durante nueve días -la misma en la que Johan Cruyff concentraba al Dream Team- sin contacto alguno con el exterior.
Y en esas estábamos hasta que la semana pasada los chicos de Dusko Ivanovic saltaron al parqué del Palau en el primer round y, en cuatro minutos, endosaron un 0-12 de parcial a los estupefactos jugadores blaugranas. "Incrédulos", pensarían los Huertas, San Emeterio y compañía. "Os avisamos y no os lo quisisteis creer". Poco después, cuando el timonel brasileño se destapó con una de sus estéticas bombas que en esta serie han decidido cambiar de dueño para colocar el definitivo 58-63, los ateos vieron la luz. Los hombres de fe se habían impuesto a los hombres de ciencia. En una isla perdida a punto de explotar, el creyente John Locke le ganaba la partida al científico Jack Shephard. El golpe ya estaba asestado. El aturdimiento culé era una realidad.
De repente, la engrasadísima locomotora de Xavi Pascual descarrilaba para estupor del panorama baloncestístico nacional. Los cinco títulos en una temporada peligraban. A base de defensa y carácter, el Caja Laboral acababa de humanizar al Barcelona. El segundo partido fue más de lo mismo, pero diferente. Tras ir a remolque en el marcador, Huertas se adueñaba del cetro de líder acompañado de un Ribas dispuesto a traicionar de un plumazo su eterna amistad con Ricky Rubio para robarle el balón en un salto impulsado por toda una afición al unísono.
Casi sin tiempo para disfrutarlo, sin horas para degustar el regocijo de haber derrumbado un imperio cimentado en los euros y las alabanzas colectivas, Vitoria se topó con la posibilidad de celebrar la tercera Liga (antes cayeron en la campaña 01-02 y la 07-08) cuando el champán apenas se había enfriado. Pero esas botellas estallaron de júbilo cuando Fernando San Emeterio fue capaz de mantener la sangre fría como el hielo y anotar un tiro libre que, en unas milésimas de segundo, concentró la ilusión de todo el baskonismo. Cuando la rabia por el despropósito de los árbitros al no conceder la canasta de Eliyahu aún sobrevolaba el ambiente, un hombre entró en la historia. Larga vida a San Emeterio.