pasarán cien años y el mundo del baloncesto seguirá recordando la gesta completada ayer por el Caja Laboral en tierras catalanas. El conjunto vitoriano todavía debe imponerse una vez más al Barcelona en una de las dos oportunidades de las que dispondrá esta semana en el Buesa Arena, pero el botín con el que regresan de Barcelona es de tales dimensiones que deja a los hombres de Xavi Pascual noqueados sobre la lona y sin aire que llevarse a sus pulmones. Por segundo partido consecutivo, el equipo de Dusko Ivanovic hizo saltar la banca, acercando el título de campeón a un paso de la capital alavesa. Una ciudad que debería ir pensando en una ubicación para colocar una estatua en honor del entrenador montenegrino, porque ni Ken Follet y Wynton Marsalis juntos han sumado tantos méritos para ello como los que está a punto de conseguir esta temporada el técnico azulgrana. Con una plantilla lastrada por el azote continuo de las lesiones, y en una final ante el hasta ahora imbatible y omnipotente Barça, Ivanovic ha sido capaz de exprimir todo el jugo de este Caja Laboral.
Ayer, el despliegue defensivo desplegado sobre el parqué por el preparador balcánico volvió a desquiciar a las estrellas culés. Ricky Rubio se retrotraía a sus tiempos de infantiles mientras Juan Carlos Navarro se chocaba una y otra vez con un muro de contención sustentado en Oleson, San Emeterio o Ribas. Incluso en la zona, con un Splitter ausente, tan sólo Terence Morris parecía capaz de sentirse mínimamente a gusto cuando se adentraba en la pintura. Aunque, en esta ocasión, Mickeal supo encontrar un hueco a la hora de postear a los baskonistas, su empuje fue insuficiente para un Barcelona perdido en su travesía por el desierto baskonista. Probablemente, la imagen que mejor define el partido tuvo lugar en el banquillo blaugrana y, además, también pudo ser contemplada por los espectadores que seguían el encuentro por televisión.
Xavi Pascual, siempre contenido, se mostraba tan cabreado con el trabajo desplegado por sus pupilos que su tono de piel iba cambiando de su palidez natural hasta el rojo más intenso imaginable. Cabreado y alterado como el mejor Manel Comas, el entrenador barcelonés se afanaba en trasmitir sus indicaciones a unos jugadores a los que bien podía haber fulminado con alguna de sus miradas. Mientras tanto, su homólogo en el banquillo vitoriano se mostraba mucho más tranquilo, quizá consciente de que el enorme esfuerzo derrochado tanto por él como sus ayudantes en los días previos a esta final estaba dando unos frutos inimaginables hace unas semanas. Y es que ganar un partido en el que tu rival consigue capturar once rebotes ofensivos más que tú es un triunfo digno de ser archivado en la balda dedicada a las mayores hazañas del baloncesto nacional. Curiosamente, el único rebote en ataque lo recogió Splitter tras un lanzamiento errado por Mirza Teletovic pero, al menos, la acción del brasileño le permitió anotar una de sus dos únicas canastas del partido, y acercar a los alaveses 57-55 en el marcador. A partir de ahí, el delirio. El capitán azulgrana sacaba dos faltas seguidas a Lorbek antes de ceder el protagonismo a Huertas y Ribas. Navarro, fuera de sí, cometía su quinta falta sobre Oleson mientras volcaba su rabia sobre los árbitros. Mickeal fallaba un triple, el Baskonia perdía un balón de oro al sacar de fondo y los colegiados pitaban una clamorosa antideportiva al héroe San Emeterio que Basile convertía en dos tiros libres. Fue entonces cuando Ricky Rubio cogió el balón para sacar de banda, buscó alguien a quien pasar.. y su amigo Ribas se le adelantó. No había manera, el Baskonia volvía a ser el más listo.