eL Buesa Arena dictó ayer sentencia varios meses después. Pablo Prigioni, que protagonizó un interminable culebrón durante el pasado verano antes de recalar en el Real Madrid, purgó ayer su penitencia tras tomar la meditada decisión de dejar el club vitoriano y embarcarse en el mayor enemigo del Baskonia.
Prácticamente la totalidad de las 9.700 gargantas que poblaron el coliseo de Zurbano recibió de uñas a un base cuyo único error, quizá, fue exteriorar de manera tan vehemente su deseo de dejar el Caja Laboral, donde él se hizo grande y al que también ayudó lo suyo para posibilitar los éxitos de las últimas temporadas.
A fuerza de repetirlo en tantas ocasiones, y de manera tan sonada, los aficionados que tanto le idolatraron durante seis años han acabado por cogerle manía. Segundos antes de que el speaker mencionara su nombre en la presentación, la pitada ya era monumental. La música de viento se acentuó en cuanto retumbó su nombre.
Prigioni, que pareció no inmutarse, los acogió con indiferencia. Los tibios aplausos no fueron nada en comparación con el estruendo de una pitada casi sin precedentes. Ya con el partido en juego, el de Río Tercero pareció sucumbir ante esa atmósfera irrespirable que no le permitió desplegar su juego habitual. Se le vio tenso y excesivamente nervioso. Discutió en varias ocasiones con el trío arbitral e, incluso en un momento que Ettore Messina le envió al banquillo, mostró su mal genio al dar una patada a una valla de publicidad.
Por contra, Sergi Vidal fue agasajado en su vuelta a la capital alavesa. La totalidad del público baskonista le dedicó una sentida ovación que él también quiso corresponder con un gesto de agradecimiento. El exterior badalonés, que no está dando la verdadera medida de sus posibilidades y goza de pocos minutos en Madrid, se convirtió, a la postre, en una figura decorativa del choque. Garbajosa y Felipe Reyes también fueron abucheados, mientras que la vuelta de Hansen produjo cierta indiferencia.