Manu Lavía y Ana Rosa López se conocieron en las fiestas de La Blanca de 1983, en las txosnas, cuando el recinto aún se ubicaba en el parque de La Florida. "Fue el verano de las inundaciones", recuerda ella, gasteiztarra e historiadora de formación, para atinar con el año exacto. Él, bilbaino y extrabajador de la siderurgia, acababa de montar un bar en la capital vizcaína tras quedarse en paro, en plena reconversión industrial, pero no tardó mucho en hacer las maletas con rumbo a Vitoria para iniciar una nueva vida. "Y la liamos", bromea.

Menos de dos años después, en plena Semana Santa de 1985, la incipiente pareja abría las puertas del bar Pantxika en el número 50 de la calle Herrería, una arteria "con mucho movimiento", y vecinos ilustres como el Parnaso, el Rosi, el Trafalgar o el Bodegón Gorbea, solo por citar unos ejemplos en la propia Herre.

Manu y Ana Rosa tuvieron que afrontar una obra relativamente sencilla para poner a punto el local, que desde los años 50 había funcionado como peluquería de señoras y, después, como tienda de electricidad. "Hubo que hacer una cocina y arreglar los baños, pero lo demás se quedó como estaba. Los secadores antes estaban ahí", rememora Ana Rosa, señalando al espejo semicircular de la parte trasera de la barra.

Y comenzaron a trabajar con intensidad, en aquellos agitados y conflictivos años 80, en una zona "peculiar", muy "barrio" -según describe Manu-, donde acudía gente "de todas las edades" y toda la ciudad a comer y beber. Una época en la que la vecina Zapatería era todo un hervidero, tiempos social y políticamente convulsos y marcados, también, por los estragos que provocó la heroína. Unos inicios igualmente "duros" para el Pantxika, pero en los que la taberna salió adelante gracias a una clientela fiel y cada vez más numerosa. Manu tras la barra y Ana Rosa, entre fogones. Aquellos kinitos y una carta de bocadillos y sandwiches que se acercaba al medio centenar de referencias suponían un plan sin fisuras para sus incondicionales. "El ambiente era muy bueno y se trabajaba bien", evoca Manu.

Tanta popularidad alcanzó el bar que era muy habitual no encontrar mesas libres para consumir en sus horas punta. Y llegaron los 90, "los mejores años" para el Pantxika según Manu, que muchos días se las tenía que ingeniar para poder hacer hueco a toda la clientela que quería entrar. "Poníamos muchas jarras, bocadillos... Tendríamos 40 tipos, como el de ajos con gambas, del que todavía se acuerda mucho la gente", apunta el todavía camarero del local, en situación de jubilación activa después de 37 años detrás de esta barra.

Un primer punto de inflexión

El Pantxika vivió aquellos años dorados y una primera década de siglo también exitosa, sobreponiéndose a las sucesivas crisis que golpearon a la sociedad gasteiztarra. "En todos estos años ha sido una tras otra", recuerda Manu. La financiera de hace ahora una década, que coincidió en el tiempo con el declive definitivo del kinito, fue quizá el primer punto de inflexión para el Pantxika, que aprovechó la ocasión para darle una vuelta al local con una importante inversión y enfocarlo más a la gastronomía.

Ana Rosa y Manu instalaron una cocina profesional, renovaron y ampliaron la carta -que se parecería ya mucho a lo que ha sido hasta el día de hoy- y lograron seguir enganchando, como durante tantos años, a la clientela de la ciudad. "Siempre hemos sido de innovar, de cambiar, y aquello funcionó", recuerdan ambos.

Fue, por ejemplo, el momento de incorporar al menú sus emblemáticas croquetas caseras. A día de hoy las hay de seis tipos, de bacalao, jamón, Idiazabal, hongos, espinacas y trufa, que pueden disfrutarse también en formato pintxopote. O los huevos, como los rebeldes -con salsa de tomate, jamón, picante y chips- o los txistosos -con txistorra y alegrías-, dos de esos platos que todavía "gustan mucho" a la gente.

Sin embargo, el tiempo no ha pasado en balde para el Pantxika, al que el cambio en los hábitos de ocio, el declive de esta zona del Casco Viejo y -sobre todo- la última de todas esas sucesivas crisis, la pandemia, han golpeado con muchísima fuerza. Tanto que Manu y Ana Rosa, que ya tienen 67 y 68 años de edad -ella ya es exclusivamente propietaria-, han decidido recientemente poner en venta el local y, cuando sea posible, pasar página.

"Siempre hemos tenido mucha ilusión y todavía sigue. Pero la pandemia ha sido la ruina y ya no nos quedan las mismas fuerzas. De aquí ya no te levantas. Primero fueron los cierres, después unos horarios muy restringidos, el miedo de la gente a venir a los bares... la hostelería nos hemos resentido mucho", reconoce el camarero de la histórica taberna.

La decisión de desprenderse definitivamente del local y llevarlo a un par de inmobiliarias de la ciudad llegó este pasado invierno. En su día existió la posibilidad de que una de las hijas de ambos, repostera, tomara el relevo, pero esta opción tampoco ha fraguado. Desde hace unos años, eso sí, trabaja mano a mano con su aita llevando las riendas de la cocina. "La vela se va apagando y son muchas cosas. Los impuestos, el dichoso ticket de la Diputación, que nos supone una inversión de 600 euros, todo lo que arrastramos de los últimos años sin ingresos...", enumera Manu. "Han sido dos años sin ganancias. De deudas. Hemos puesto dinero de nuestros ahorros y también nos han ayudado económicamente a seguir", apostilla, mientras tanto, Ana Rosa.

Todavía hoy son numerosos los fieles que habitualmente se pasan por el Pantxika a beber o cenar -el bar abre solo de jueves a sábado y las vísperas de festivo por la tarde-noche-, pero la afluencia actual dista mucho de la que la taberna acostumbraba a tener en sus mejores tiempos. "Ahora viene sobre todo gente mayor y algunos que se acercan a hacer pintxopote o a cenar. Y te pasas el día mirando a ver si llueve, porque si llueve ya no podemos poner la terraza y ya has perdido el día. Llevamos toda la vida luchando, pero con la edad que tenemos, ahora queremos cerrar y descansar", resume, de nuevo, Manu.

"Supervivientes"

El Pantxika aguantará "mientras no haya comprador", un periodo que puede extenderse durante un tiempo lógicamente indeterminado. "Mientras tanto, yo y mi hija seguiremos trabajando aquí, como siempre. Y hacemos esto porque nos gusta", apunta Manu. "Somos supervivientes, pero vamos hacia la extinción, como ha pasado con tantos bares viejos y bodeguillas de Vitoria. Dentro de poco desapareceremos", asume en voz alta, mientras tanto, Ana Rosa.

Son ya numerosos los clientes del Pantxika que, conocedores de que el local está en venta, transmiten a Manu la "pena" que les da que la taberna afronte ya sus tiempos finales. "Te hablan de que todos los bares de ahora son de plástico, que no son lo mismo, pero es lo que hay", se resigna el camarero. "Yo le pediría a la gente que gaste en sus barrios, en sus bares, en el entorno cercano, que bien lo necesitan. En lugar de hacerse tours gastronómicos por el mundo", añade la propietaria.

El viaje ha sido y sigue siendo, sin embargo, un camino de buenos recuerdos, como también reconoce Manu. "Me quedo con todo lo que hemos vivido. Nos hace mucha ilusión cuando viene la gente a revivir viejos tiempos. Cuando vienen los hijos de los viejos clientes... Eso te llena mucho, cuando te recuerden lo bien que se lo han pasado aquí", resume de nuevo el camarero.

Ni él ni su compañera de vida han pensado aún en cómo será la despedida del Pantxika, cuando esta llegue, aunque sí tienen una exclusiva final que compartir: que pronto recuperarán uno de los sandwich más emblemáticos de todos los que históricamente ha tenido en su menú, a base de kiwi, anchoas, queso y salsa picante. Quien no lo probase en su día tendrá una nueva oportunidad que ya no conviene desaprovechar.