Admito que el optimismo no es una de mis posibles virtudes, pero nunca antes había sentido tanta desolación y desesperanza ante el curso de los acontecimientos. Envidio y admiro a las personas que, incluso en las condiciones más adversas, conservan la fe en que otro mundo, y otra forma de convivir en él, es posible.

En su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel de la Paz que le fue concedido en 1992, la líder indígena y activista guatemalteca Rigoberta Menchú mencionaba a "los que sufren las abismales desigualdades económicas, sociales, culturales y políticas, propias del orden mundial en que vivimos". Resulta desalentador comprobar cómo, tres décadas después de aquellas palabras, como también tres décadas antes, el (des)orden mundial se sigue cebando con los "condenados de la Tierra" a los que aludía Menchú; que, de algún modo, siempre son los mismos, aunque vayan cambiando de rostro. Hablaba -y habla- la activista desde el más doloroso conocimiento de causa.

Nacida el 9 de enero de 1959, y miembro de la etnia quiché, pueblo nativo de Guatemala y descendiente directo de los mayas, tomó temprano contacto con la injusticia, la discriminación racial, la explotación y una violenta represión que acabaría derivando en genocidio. Con cinco años ya doblaba su pequeño espinazo en las grandes plantaciones de café y algodón, sometida, como su familia y el resto del campesinado, a condiciones que poco distaban de la esclavitud.

El comprensible descontento fue aumentando hasta el estallido revolucionario; si bien, recordaba ella misma, "la represión contra las organizaciones populares, los partidos democráticos y los intelectuales empezó en Guatemala mucho antes de que se iniciara la guerra". Y "en el intento de sofocar la rebelión, las dictaduras cometieron las más grandes atrocidades. Se arrasaron aldeas, se asesinaron decenas de miles de campesinos, principalmente indígenas, centenas de sindicalistas y estudiantes, numerosos periodistas por dar a conocer la información, connotados intelectuales y políticos, religiosos y religiosas".

Su madre y uno de sus hermanos fueron torturados hasta la muerte. Su padre y uno de sus primos formaron parte del grupo de personas que, el 31 de enero de 1980, fueron quemadas vivas en el interior de la embajada española en Guatemala. Desde su forzoso exilio en México, Rigoberta Menchú emprendió una tenaz campaña de denuncia que llegó hasta la Asamblea General de las Naciones Unidas. Participó en la redacción de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, y, en 1992, se convirtió en la primera indígena en ser distinguida con el Premio Nobel de la Paz.

Se daba la circunstancia, en absoluto casual, de que ese año se conmemoraba el quinto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América. Aprovechó la galardonada tan propicia ocasión para matizar, ya que algunos tienden a obviar el pequeño detalle, que "no se puede hablar de descubrimiento de América, porque se descubre lo que se ignora o se encuentra oculto. Pero América y sus civilizaciones nativas se habían descubierto a sí mismas mucho antes de la caída del Imperio Romano y del Medioevo europeo". No se privó de recordar a los "conquistados a sangre y fuego", los "500 años de opresión" o el genocidio "del que otros países y las élites de América se han favorecido y aprovechado". Aquel galardón era, y no quiso pasarlo por alto su receptora, "el reconocimiento de una deuda de Europa para con los pueblos indígenas americanos".

No le han faltado a Rigoberta Menchú, la duda ofende, los detractores; ni, solo faltaría, los negacionistas. Pero ella sigue, ajena a las críticas, luchando por hacer justicia con su pueblo, preservar su memoria histórica y reivindicar su identidad cultural. Conserva la (envidiable) fe en que otro mundo, y otra forma de convivir en él, es posible. l