n cierta ocasión, uno de mis cuñados me mencionó la existencia de una placa colocada en el cementerio de Elosu con el nombre de varios fusilados en la Guerra Civil. El día después, como no podía ser de otro modo, me encaminé hasta allí, dispuesto a conocer la historia que había tras la losa negra. Ha pasado demasiado tiempo como para recordar el nombre de la mujer que se acercó a mí, mientras fotografiaba los nombres de aquellas 17 personas, y que, amablemente, aunque visiblemente entristecida, me contó la historia que había originado la masacre a la que hacía referencia la lápida.

Ella no lo había vivido personalmente, pero se lo había escuchado contar tantas veces a su padre, que me dio la impresión de que lo había llegado a interiorizar hasta el punto de convertirlo en una experiencia propia.

Todo sucedió el 21 de octubre de 1936, tan solo tres meses y tres días después del alzamiento nacional como les gustaba llamarlo a los sublevados. Por supuesto que, en el pueblo, había familias que apoyaban a los rebeldes y otras que estaban con los leales al Gobierno republicano, pero la relación entre todos era más o menos cordial, tal y como podía esperarse de un pequeño pueblo que, a duras penas, llegaba al centenar de jabalines, que es el apodo con el que llamaban a los de Elosu los habitantes de los alrededores.

Por aquel tiempo, aún no habían bombardeado la iglesia parroquial. Eso ocurriría meses después, cuando quedó destruida hasta el punto de que, en la actual iglesia de San Miguel, apenas quedan unos pocos elementos de la original. Por ello es lógico pensar que, a pesar de la guerra, los vecinos celebrasen, el 29 de septiembre, las fiestas patronales de Elosu, ajenos a una guerra que, aunque cercana, no les había llegado a afectar todavía. Todo el pueblo acudió a misa, y tras ello disfrutaron de los bailes en la plaza y las partidas de bolos. Todos menos Marcelino Urquiola, quien se negó a asistir a los actos que se habían organizado.

Marcelino Urquiola, al que todos conocían como el Buey, ya que poseía una espalda enorme, unas manos gigantescas y un mentón de piedra. Contaba, en aquel momento, cuarenta y siete años, estaba casado y era padre de siete hijos. Decían que era tan bruto y corpulento, que solía retar a los demás a que intentaran sacar un hacha que él clavaba en un tronco con un solo brazo, y que nadie había sido capaz de hacerlo.

Su hogar era el más pobre del pueblo y, como no tenían ni tierras ni ganado, debía ganarse la vida trabajando como jornalero para el resto de sus vecinos. De su carácter violento y huraño da fe el hecho de que había acabado en la cárcel por arrancar, de un mordisco, la oreja de un vecino durante una pelea, aunque también hay quien afirma que lo que le arrancó fue la lengua.

Pero regresemos al fatídico 21 de octubre. La mayoría de los hombres se encontraban trabajando en el campo cuando, un grupo de milicianos republicanos provenientes del pueblo de Ollerías, aparecieron en Elosu. Al frente del grupo estaba un voluntario portugués llamado Manuel Teixeira, y junto a él caminaba Marcelino Urquiola quien, uno por uno, fue señalando las casas en las que debían entrar a cometer pillaje y a qué vecinos debían detener.

No se sabe que es lo que le pudo contar el Buey al comandante de la partida para convencerle de aquel asalto, pero, seguramente, le juraría que todos los elegidos eran fascistas partidarios de Franco. Sin embargo, no se trataba de una decisión estratégica o militar, pues, la lista que Marcelino había realizado, contenía los nombres de las personas con las que había tenido algún desencuentro a lo largo de los años.

Entre los elegidos se hallaban, tanto carlistas como votantes del PNV. Pero también había republicanos que se mantenían leales al Gobierno legítimo y que, aun así, fueron obligados a acompañar a los milicianos. En realidad, independientemente de sus opiniones políticas, todos eran tan solo agricultores, más preocupados por las heladas que pudieran arruinar las cosechas, que por el devenir de la contienda.

Solo una anciana tuvo la suerte de despertar la compasión de Marcelino Urquiola, al recordarle que, en varias ocasiones, le había entregado pucheros con comida caliente para que pudiera alimentar a sus hijos.

Prueba de que fueron los rencores de el Buey y no motivos bélicos o políticos los que determinaron la elección de los detenidos, es que entre los elegidos se encontraban incluso familiares del propio Marcelino, con quienes, poco antes, había tenido una disputa por una herencia.

Finalmente fueron 17 personas las que acabaron cavando sus propias fosas en las inmediaciones del caserío de Castañares. Poco después el sonido de los disparos anunció a los supervivientes del final que habían tenido los detenidos. Tras los fusilamientos, los milicianos y el propio Marcelino, abandonaron el pueblo, no volviendo a saberse nada de él hasta un año después.

El retorno de el Buey a Elosu tuvo lugar en 1937, cuando se presentó en casa de su hermana, comportándose con una naturalidad incomprensible. Ésta, horrorizada por lo que había hecho su hermano el año anterior, no dudó en denunciarle ante la Guardia Civil.

Para cuando llegó la Benemérita al pueblo, un grupo de vecinos se habían congregado en la puerta de la casa y amenazaban con lincharle. La pareja de agentes tuvo que realizar varios disparos al aire para dispersarles, y, tras ello, pedir refuerzos para poder trasladar a Marcelino a la cárcel de Vitoria-Gasteiz.

Todo apunta a que su retorno respondía al deseo de continuar con su particular vendeta, pues, cuando le arrestaron, se le encontró una lista con nombres de más vecinos a los que confiaba poder fusilar. Finalmente fue juzgado y condenado a muerte, siendo ejecutado en San Sebastián por el método del garrote vil, a finales de octubre de 1939.

Los 17 asesinados reposan ahora en el cementerio del pueblo, y la lápida, que antaño achacaba sus muertes a las hordas marxistas, hace unos años que se sustituyó por otra en la que reza que fueron víctimas de la barbarie de la guerra. Una guerra que sirvió de excusa para que un desalmado se desquitarse de antiguas rencillas que, en ningún caso, merecían ser saldadas con sangre.