n 1935, un incendio acabó con la ermita de Nuestra Señora de los Remedios de Urrialdo. Dicho templo, del siglo XIII, había sido la iglesia parroquial del pueblo, pero tras el despoblamiento de dicho enclave, pasó a ser gestionado por el cercano pueblo de Mártioda.

Una noticia aparecida en los periódicos locales durante el verano de 1883 y el temor que, de nuevo se repitieran momentos como los vividos durante los asesinatos de Juan Díaz de Garayo o el macabro crimen de la posada de Betoño, hizo que mujeres y niños evitaran transitar en solitario por los alrededores de Vitoria-Gasteiz, y que muchos hombres comenzaran a viajar armados con sus escopetas de caza, quien dispusiera de una, o con enormes navajas de carraca que mantenían siempre al alcance de la mano.

La historia que hoy se narra comenzó en la noche del 22 de julio, cuando un aldeano se dirigía al pequeño pueblo de Arriaga por el camino llamado “del cementerio”, y, poco a poco, un olor dulzón y desagradable comenzó a impregnar el aire, obligándole a cubrirse la nariz y la boca con el pañuelo que llevaba anudado al cuello. La curiosidad le llevó a buscar el origen de aquel hedor que, supuso, procedería de un animal muerto, pero, no fue eso lo que encontró en una zanja paralela al camino, sino que era “algo parecido” al cuerpo de un hombre.

La expresión “algo parecido” no era infundada, pues la descripción que hizo el juez en el atestado fue la del cadáver ennegrecido de un joven de unos veinticinco años al que le habían quemado, que tenía una cuerda fuertemente atada al del cuello, y cuya cabeza había sido mutilado horriblemente con unas piedras.

Hubo que esperar a que amaneciera para poder iniciar la investigación, que comenzó siguiendo el rastro que el asesino había dejado cuando arrastró el cuerpo, y que llevó a los alguaciles hasta unos árboles, junto a los que encontraron grandes manchas de sangre, así como un cuchillo de hierro similar al que podía utilizarse en cualquier casa de la época.

El juez ordenó trasladar el cadáver al depósito del cementerio de la ciudad, y, a continuación se registraron los restos de la ropa quemada, donde se encontraron algunas monedas, un billete de 25 pesetas a medio quemar y otro de ferrocarril, que había sido expedido en Venta de Baños el sábado 21. Era evidente que el robo no había sido el desencadenante del crimen, pero no había ningún indicio que pudiese ofrecer una pista sobre el mismo ni sobre la identidad del joven muerto o la de su asesino.

El pregonero municipal recorrió el pueblo de Arriaga pidiendo a todos los hombres que allí vivían que se acercaran hasta el cementerio por si alguno pudiera identificar al fallecido. A pesar de que la afluencia fue máxima, seguramente más por el morbo que por un verdadero deseo de ayudar, no hubo nadie que pudiera reconocerle.

Cuando estaba a punto de cerrarse la investigación por falta de pruebas, una mujer se acercó hasta el depósito. Se trataba de la tabernera del pueblo que le encontró algún parecido al cadáver con un joven que había estado en su establecimiento el día anterior al asesinato. Recordaba que el sábado había merendado junto con otro muchacho en su taberna y que los dos salieron, ya de noche en dirección a Vitoria. También pudo identificar el cuchillo encontrado, como de su propiedad, pues así eran todos los que entregaba a los clientes junto a las viandas. Antes de salir, la mujer se giró y dijo: “No sé si será importante, pero acabo de recordar que el otro mozo dijo ser del pueblo de Ondategui”.

Inmediatamente, el jefe de la policía acompañado de dos agentes se dirigieron hacia dicho pueblo que distaba a tan solo tres leguas, y, una vez allí, varios vecinos les sugirieron acudir a la casa de Calixto Ipiña por tratarse de un joven pendenciero, bastante violento y que siempre andaba metiéndose en problemas. En dicha casa encontraron una boina, una camisa, una blusa y unas zapatillas manchadas de sangre que el chaval había entregado a su madre para que las limpiara, pues decía haber estado ayudando a un amigo a despiezar un corzo que habían cazado. Con estas pruebas se procedió a su detención y le trasladaron hasta la cárcel celular en donde firmó su ingreso a las nueve de la noche del día 23.

No tardó demasiado en confesar que, desde hacía algún tiempo, se dedicaba a realizar todo tipo de timos en las provincias limítrofes. Todo iba bien hasta que, hacía ya unos meses, preparó un engaño en Bilbao bastante peligroso, pero que podía devengarle pingües beneficios. Fue entonces cuando el fallecido, otro timador del que solo sabía que era de Santander, le descubrió ante el hombre al que iba a “desplumar”, lo que motivó su denuncia y que tuviera que pasar varios meses arrestado.

Quiso la fortuna que sus caminos volvieran a cruzarse en la estación de ferrocarril de Miranda de Ebro, donde Calixto descubrió a su víctima bajando del tren en el que había viajado desde el pueblo riojano de Rodezno, en donde trabajaba de cantero.

Calixto Ipiña tenía pensado ir a San Sebastián a atender sus “industriosas redes” durante el verano, pero no quiso dejar pasar la ocasión de vengarse por su encarcelamiento, por lo que se acercó a él y le ofreció realizar un trabajo juntos en Vitoria, haciéndole creer que había perdonado que le delatara.

Llegaron a Arriaga sobre las cinco de la tarde, y el asesino procuró que su víctima bebiera en exceso. Cuando se encaminaban hacia la capital se detuvieron a descansar sobre la hierba, esperando el criminal a que su compañero se quedara dormido, siendo entonces cuando le comenzó a apuñalar con un cuchillo que había robado en la taberna. Una vez se convenció de que estaba muerto, le ató una cuerda al cuello y la usó para tirar del cadáver y llevarlo hasta una zanja donde le golpeó la cabeza con una piedra para evitar que alguien pudiera reconocerlo, cubriéndole a continuación con paja que recogió de un sembrado y a la que prendió fuego con su chisquero.

Ni siquiera esperó a que el fuego se consumiera, prefiriendo regresar lo antes posible a su casa donde esperaría a que las cosas se hubiesen calmado. No contó con la buena memoria de la tabernera, de la que seguramente también se habría vengado si no hubiera acabado sus días a manos del verdugo.correo@juliocorral.net