o hay duda de que la imagen que tenemos la mayoría de nosotros sobre las brujas está influenciada por el concepto medieval de estas mujeres y, más concretamente, por la idea que divulgó la Inquisición durante la persecución a la que ellas fueron sometidas.

Nunca ha existido ese tipo de mujer provista de un gorro puntiagudo y que acudía, durante los solsticios, equinoccios y vísperas de ciertas festividades, a los aquelarres subida en su escoba, aunque, como suele ocurrir con todas las leyendas, siempre hay un punto a partir del cual comienzan a correr ciertos rumores de que eso ocurre. La idea de que fueran capaces de volar tiene su origen en ciertos ungüentos elaborados con estramonio, belladona y mandrágora. Y, si bien el objetivo de estas drogas era alcanzar estados alterados de consciencia, también es cierto que se utilizaban para lograr orgasmos extraordinarios cuando la aplicación se realizaba por vía vaginal. Para lograr dicho propósito se impregnaba, con el bálsamo obtenido de dichas plantas, un palo, siendo el más adecuado y utilizado el de la escoba, al tratarse de madera suavizada por el uso. En una época, en la que el placer sexual femenino era considerado pecaminoso, no hizo falta demasiado para que ese proceso acabara convirtiéndose en lo que los antiguos creían que eran vuelos pactados con Lucifer.

Otro estereotipo sobre las brujas es el del gato que siempre les acompañaba, o en los que ellas eran capaces de convertirse. Por tal motivo, a este pobre animal se le llegó a demonizar hasta el punto de culpabilizarles incluso de las epidemias de peste bubónica. La matanza de los felinos en aquel tiempo fue constante, lo que a su vez hizo que proliferaran las ratas portadoras de las pulgas que eran a su vez quienes transmitían el virus causante de la pandemia.

Sin embargo, y a pesar de todo lo expuesto, no podemos ni debemos olvidar que estas mujeres eran las depositarias de la sabiduría popular y conocedoras de las capacidades curativas existentes en la naturaleza. Precisamente en euskera se denominan sorgina, que etimológicamente podría significar quien hace la fortuna, sorte-egin, o bien, creador o creadora, sor-egin. Durante siglos fueron las únicas personas capacitadas para sanar a sus vecinos y ejercer como matronas en los partos, además de ser consideradas sabias y justas. Quizá por ello en nuestra tierra no se les hostigó de un modo compulsivo y apenas hay constancia de unos pocos casos de brujos y brujas perseguidos por la Inquisición.

En cualquier caso, en la cultura popular vasca la importancia de las brujas se hace evidente cuando se comprueba que existen más de sesenta lugares en Álava relacionados con el término sorgina; y, prácticamente, en todos los pueblos existen mitos sobre ellas, como aquellos que aseguran que los dólmenes fueron construidos con grandes piedras que las brujas transportaban sujetándolas sobre las puntas de las ruecas. Pero en esta ocasión nos vamos a centrar en una leyenda de Azáceta que nos habla de una sorgina que vivía en los alrededores del lugar.

Hacía años que los vecinos estaban siendo intimidados por esta mujer que parecía conocer todos los secretos del pueblo, incluso los más recónditos, los que nunca se habían mencionado fuera de las paredes de las casas. Nadie sabía que método utilizaba para obtener la información, lo que creaba la desconfianza entre los habitantes del pueblo.

Durante las fechas de las que hablamos, había en el pueblo un gato negro que, en ocasiones, asustaba a quienes deambulaban por las calles cuando llegaba la noche, y que había dado más de un zarpazo a quienes se atrevían a enfrentarse a él. Uno de los pobladores de Azáceta consiguió cazarlo y esconderlo en el interior de un arcón de su casa. Al día siguiente, cuando abrió el baúl, con intención de acabar con el animal, se encontró que quien estaba dentro no era el felino, sino la bruja, quien, desnuda y temerosa, solicitaba clemencia a su captor.

La mujer reconoció que, entre sus poderes, se encontraba el de transformarse en minino, y que ésa era la forma en la que accedía al interior de los hogares a escuchar las conversaciones que, posteriormente, utilizaba en su propio beneficio. Aquel hombre le perdonó la vida a cambio de que le prometiera que jamás volvería a convertirse en gato y, por supuesto, que dejaría de chantajear a los vecinos. Y así lo hizo, aunque la gente de la zona seguía recelando de ella.

Poco tiempo después la bruja de Azáceta enfermó de tal manera que el dolor que sentía era insoportable y ninguno de los remedios que conocía era capaz de aliviarlo. Tan solo la muerte se ofrecía como un alivio para su sufrimiento. Sin embargo había una cuestión que le impedía dejarse morir, y era la necesidad de transmitir sus poderes a otra mujer, para lo cual debía agarrarle de la mano.

La elegida fue la esposa del molinero, pero esta urdió una treta para evitar convertirse en sorgina. Aprovechando que la bruja estaba prácticamente ciega, en lugar de ofrecerle la mano, le entregó el palo de una escoba que la anciana agarró mientras pronunciaba un sortilegio. Poco después la bruja murió con tranquilidad, y creyendo haber transmitido su sabiduría.

La molinera le contó lo acaecido al marido y juntos acudieron a la iglesia a pedir su opinión al sacerdote. Después de ello, decidieron encender el horno de la panadería y tirar en su interior aquella escoba para que se consumiera por el fuego pero, para su sorpresa, la escoba comenzó a brincar sobre las llamas, a la vez que se escucharon unas fuertes explosiones acompañadas por lamentos que duraron hasta que el palo terminó de convertirse en cenizas.

Tras estos sucesos, todos los habitantes de Azáceta acudieron a la iglesia, donde les explicaron lo ocurrido y rezaron un rosario en agradecimiento a Dios por haberse podido librar de aquella mujer a la que, pese a haber cumplido su promesa, seguían temiendo.