na vez mencionada la cueva de Santa Cruz en el artículo anterior, se hacía inevitable tratar la historia del sacerdote Manuel Santa Cruz, que da nombre a esta gruta de las agujas de Ipizte, en Aramaio. Buena parte de la fama de Manuel Ignacio Santa Cruz y Loidi tiene su origen en su aparición en diversas obras literarias, como en la novela de Ramón del Valle Inclán Gerifaltes de antaño o en los libros de Pío Baroja Divagaciones apasionadas y Divagaciones apasionadasZalacaín, el aventurero

El escritor donostiarra lo describe como “un hombre regordete, más bajo que alto, de tipo insignificante, de unos treinta y tantos años. Llevaba la boina negra inclinada sobre la frente, como si temiera que le mirasen a los ojos; gastaba barba ya ruda y crecida, el pelo corto, un pañuelo en el cuello, un chaquetón negro con todos los botones abrochados y un garrote entre las piernas. Tenía algo de esa personalidad enigmática de los seres sanguinarios, de los asesinos y de los verdugos; su fama de cruel y de bárbaro se extendía por toda España. Él lo sabía y, probablemente, estaba orgulloso del terror que causaba su nombre. En el fondo era un pobre diablo histérico, enfermo, convencido de su misión providencial”.

Manuel Santa Cruz nació en Elduayen el 23 de mayo de 1842. Tras quedar huérfano y ser educado por un tío suyo fraile, ingresó en el Seminario de Vitoria en 1861, siendo ordenado presbítero cinco años más tarde. No tuvo ningún reparo en utilizar el púlpito para divulgar su ideología carlista y deslegitimar el régimen liberal, apoyando el levantamiento de la conocida como La Escodada, lo que supuso ser detenido por la Guardia Civil a la salida de la misa que celebró el 6 de octubre de 1870. No llegó a ingresar en prisión, pues consiguió escapar y refugiarse en Francia hasta que, en 1872, regresó a Euskadi para servir como capellán de las tropas carlistas.

Pese a la derrota de los seguidores de don Carlos y su retirada a Francia, Santa Cruz continuó la lucha al frente de una pequeña partida que se dedicaba a efectuar ataques de guerrillas al grito de “¡Viva la religión, vivan los fueros!” y blandiendo una bandera negra con el lema Guerra sin cuartel. Aquella partida de 50 hombres estaba formada entre otros por Francisco Arbeláiz, el cura Portuetxe; el seminarista José Ramón Garmendia, el estudiante de Lazcano; un guardia civil apodado el jabonero; Esteban, el corneta de Lasala; Ollarra, el gallo;el lechugino; y Juan Egozcue, Kaperutxipi. Para todos ellos la guerra no era sino un sinfín de borracheras y excesos interrumpidos, para cometer ataques plagados de crueldad.

Son muchas las escaramuzas de las que se tiene constancia, en las que los secuestros, vejaciones, palizas, ejecuciones injustificadas, incluso contra mujeres embarazadas, eran norma común. Ni siquiera tuvieron reparo en hacer descarrilar trenes de pasajeros, o incendiar edificios sin motivo aparente alguno. Ni siquiera los partidarios de Carlos de Borbón, a quienes se supone que apoyaba, se libraron de las acciones de este grupo, llegando a fusilar a 36 prisioneros delante de sus mujeres e hijos. No es de extrañar que, el 17 de marzo de 1873, el comandante carlista Antonio Lizarraga dictara una sentencia de muerte contra él.

Finalmente fue detenido por los realistas y trasladado a Aramaio para su fusilamiento. La sentencia de muerte fue aplazada a la espera de la llegada de Fernando Primo de Rivera, ministro de la Guerra y tío del que años más tarde sería el dictador Miguel Primo de Rivera. En ese impasse, el 11 de agosto de 1873 el cura escapó, descolgándose desde el piso más alto del edificio consistorial de Ibarra con la ayuda de unas sábanas anudadas. Rápidamente fue acosado por las batidas de las tropas liberales, viéndose obligado a sumergirse durante horas en la regata de Aixola, respirando a través de una caña hueca.

Medio muerto por el frío, tras permanecer durante doce horas en las aguas heladas, decidió arriesgarse pidiendo ayuda a un baserritarra al que le gritó “liberala nahiz karlista zarela, atera nazazu bizirik” (“liberal o carlista, sácame con vida”). Para su fortuna, se trataba de un carlista que le ayudó, escondiéndole en la cueva Nardi koba, que desde entonces pasó a conocerse como Santa Cruz, o del Cura Santa Cruz. Durante los tres días que permaneció allí, recuperó las fuerzas necesarias para poder caminar las 24 horas que necesitó para llegar a la frontera de Francia.

En Bayona fue nuevamente detenido, pero encontró refugio entre los jesuitas, que lo acogieron hasta recibir el perdón papal por sus acciones durante la guerra. Su periplo continuó por Londres a donde se dirigió para poder entrevistarse con el derrotado don Carlos y pedirle perdón por el descrédito que sus acciones le causaron. Posteriormente recaló como misionero en Jamaica, siendo finalmente destinado por la Compañía de Jesús a Colombia, donde fallecería a los 84 años el 10 de agosto de 1926.

Antes de acabar, no puedo dejar de mencionar que muy cerca de la cueva del Cura Santa Cruz, durante la época de la invasión napoleónica, los soldados acampados en el valle de Aramaio se entretenían, durante los momentos de ocio, en la bolera de un pueblo. Se cuenta que eran frecuentes las apuestas, llegando a alcanzar sumas de dinero tan importantes, que se vieron obligados a construir un escondrijo en el que guardar el dinero acumulado. La precipitada marcha de los ejércitos franceses hizo que el oro quedara allí olvidado, a la espera de que algún día alguien diera con el lugar en el que está ese tesoro… Salvo que alguien lo haya hecho ya, y lo haya mantenido en secreto.

Son muchas las escaramuzas de las que se tiene constancia, en las que abundaron secuestros, vejaciones y palizas