egún una preciosa leyenda del valle de Aramaio, en uno de los peñascos cercanos a Gantzaga existe una roca en la que, cuando llueve, las gotas que golpean sobre ella salpican en tres direcciones, yendo unas en dirección al río Nervión, otras al Ebro, y el resto hacia el Deba.

Y es que esa zona de Álava, enclavada en el punto donde Gipuzkoa y Bizkaia abrazan a nuestra provincia, es propicia para que los mitos tomen forma, en numerosas ocasiones, perpetuando sucesos que ocurrieron hace muchos años, y a los que la transmisión oral ha modificado hasta convertirlos en parte del folclore de nuestra tierra. Hubo un tiempo en el que, las relaciones entre los pastores y los vecinos de los pueblos que circundan el valle eran tan tensas, que hubo incluso ciertos historiadores que llegaron a confundirlas con combates de guerrillas.

Se habla de robos de ganado y las posteriores peleas en los mercados cuando sus dueños intentaban recuperarlos. Pero las riñas más habituales era las referentes a denuncias de mojones arrancados y llevados a otros lugares para apropiarse unos los terrenos de los otros. A pesar de que, tanto las autoridades civiles como las eclesiásticas, intentaron por todos los medios solventar estos problemas, todas ellas fracasaron por la desconfianza de los afectados que veían siempre intereses ocultos que beneficiaban a la aldea rival.

Una de esas tentativas de reconciliación, a raíz de un problema de lindes, del que se dice que se cobró incluso la vida de un par de muchachos, fue propuesta por el alcalde de Ibarra, que planteó acercarse a una cueva de las agujas de Ipizte. En dicha gruta, conocida en la actualidad como la de Santa Cruz o del Cura Santa Cruz, vivía un santón que cada noche bajaba a rezar a una ermita cercana arrastrando unas pesadas cadenas como penitencia. Nadie conocía los motivos por los que, desde hacía muchos años, expiaba sus pecados con un ayuno tan estricto que, según afirmaban ciertas personas, cuando rezaba en los días soleados, la sombra que proyectaba era la de sus propios huesos. El escuálido ermitaño escuchó pacientemente el relato de cada uno de los representantes de los pueblos, sin interrumpir ni hacer ninguna pregunta. Cuando todos terminaron, elevó la mirada al cielo y pronunció las siguientes palabras: "Todos habéis sido culpables, y todos haber sido tercos como cabras. Se que me habéis mentido y por tanto, no puedo tomar una decisión que sea justa. En cambio, os propongo una forma de delimitar las fronteras de los pueblos. Propongo que la víspera de San Juan, cada población elija a tantos mozos como mojones haya en disputa, esperando toda la noche en vela hasta el amanecer. Cuando se escuche el primer canto de un gallo, saldrán hacia los hitos, y allí donde se encuentren con el mozo del pueblo de al lado, este será el lugar donde a partir de entonces, y por siempre, se coloque el mojón".

Aceptada la resolución, tras elegir los testigos que se asegurarían del cumplimiento de las normas, y decidir las rutas por las que deberían marchar los jóvenes, regresaron a sus respectivos pueblos a esperar la llegada de la noche más corta del año.

Aquel año no hubo celebraciones por San Juan en ningún lugar del valle, pero cuentan que tampoco pudo dormir nadie, pues la mayoría de los vecinos se congregaron en las plazas, en silencio y expectantes, agudizando el oído para escuchar a algún gallo. La tensión se mascaba en el ambiente y, mientras unos daban ánimos a sus elegidos, otros les daban consejos o les entregaban tónicos caseros que les aportaran más velocidad en su misión.

Pero uno de los de Aramaio, que vivía detrás de la iglesia de San Sebastián, esperó junto a su gallinero, y, una hora antes de la salida del sol, colocó un cedazo en la ventana del corral y tras él, una mortecina luz que, vista desde el interior, daba la impresión de romper el alba. Tan solo hizo falta un pequeño ruido, que despertara a las gallinas, para que su enorme gallo marradune cayera en el engaño y comenzara a cantar con fuerza. En la plaza resonó un griterío, y los mozos salieron, cada uno en la dirección que tenia asignada, seguidos por los testigos de los distintos pueblos con los que mantenían disputas.

Lógicamente, y para sorpresa de todos y enfado de muchos, sobrepasaron con creces los límites anteriores, colocándose los nuevos mojones en las mismas puertas de los pueblos circunvecinos, convirtiendo a Aramaio en el pueblo con más territorio del valle. Cuentan que los más ancianos de Aramaio prometieron guardan en secreto esta historia, temerosos de que algún día se descubriera el ardiz y hubiera que repetir la prueba, y se perdieran las tierras que gracias a la argucia de uno de los suyos, arrebataron a los demás.

Muchos años después, durante la Guerra Civil de 1873, la misma cueva del santón que propuso esta prueba fue utilizada por un sacerdote para esconderse durante días, siendo este el origen del nombre por el que se la conoce en la actualidad€ Pero esta historia la dejaremos para otra entrega de Historias de antaño y hogaño.

Sobrepasaron con creces los límites anteriores, colocándose los nuevos mojones en las mismas puertas de los vecinos

Nadie conocía los motivos por los que, desde hacía muchos años, expiaba sus pecados con un ayuno tan estricto