ace unos días, mientras hacía fotos de la iglesia de la Natividad de Añúa, me di cuenta de la curiosidad que mi presencia había despertado en un anciano que se encontraba apoyado en uno de los muretes que rodean al templo. Sé por experiencia que las personas de más edad son una fuente inagotable de historias, así que me acerqué a él para intentar conversar y descubrir parte de esa sabiduría que solo la edad es capaz de otorgar. En el transcurso de la charla hice mención a Vitoria-Gasteiz como mi lugar de residencia, momento en el que señaló con la gruesa vara que utilizaba como bastón a lo alto de la espadaña de la iglesia.

“¿Sabías que a la mujer de Celedón le llamaban Nati Erremolatxa?”. Ante mi cara de sorpresa, continuó explicando. “Pues sí… Ella era de aquí y le llamaron Natividad como a nuestra virgen. Por eso, al igual que hacéis con su marido en las fiestas de Vitoria, en Añúa, cada 8 de septiembre, es Nati la que baja desde el campanario hasta la fuente. “No tenía ni idea -confesé-. “¿Erremolatxa? ¿Era su apellido o su apodo?”. “Era su apodo, pues siempre llevaba el pelo alborotado, y era tan pelirroja que parecía una remolacha”, indicó.

Poco a poco fue relatándome otras historias, algunas de las cuales son representadas por los propios vecinos de Añúa en diversas ocasiones, invitándome a acudir a la que se celebraría la noche del 23 de junio “aunque este año, con lo del coronavirus, no sé si se podrá hacer. Pero para el próximo seguro que sí”. A punto estaba de darle las gracias por su ayuda y regresar a mi coche, cuando el anciano me preguntó si conocía la ermita del bosque. Ante mi negativa se ofreció a llevarme hasta allí, aprovechando el camino para ir relatándome multitud de leyendas que fui anotando en mi bloc de notas.

Al pasar cerca de un molino que hay junto a la senda por la que íbamos caminando, muy próxima a un precioso lago, me contó que hace mucho tiempo allí había un molinero que regalaba la molienda, incluso daba unas monedas a quien fuera capaz de cantarle una tonada que no conociese. “De ahí la explicación a una canción que podrás ver en el mural que hay a la entrada del pueblo, y que dice así: Por echar cuatro cantares / en la puerta del molino / me dieron cuatro reales / y me molieron el trigo”.

Según me contó, en el transcurso de una gran tormenta que aconteció una noche de San Juan, aquel molinero se desorientó hasta el punto de perderse en el bosque. Pero por fortuna, entre los árboles vivían los galtzagorris, unos seres diminutos conocidos por ayudar a los humanos. Uno de aquellos duendecillos de pantalones rojos, se dedicó a hacer sonar un cencerro, mostrando de este modo el camino de regreso al asustado hombre. Desde entonces, en la noche más corta del año, un mozo de Añúa se viste como el molinero de Txagoiti y el resto del pueblo hace sonar los cencerros para guiarle hasta la hoguera. Como recompensa por su ayuda, los niños reciben monedas de chocolate que van recogiendo por el sendero.

Seguíamos nuestro paseo, cuando un poco más adelante nos adentramos en un robledal muy antiguo, en el que es posible encontrar árboles con más de 400 años. Cuando llegamos a la ermita la puerta estaba cerrada, por lo que no pudimos visitar su interior, aunque, según me dijo mi acompañante, ahora se halla “muy desangelada, y eso que en sus tiempos había varias esculturas de Santa Lucía y de San Isidro, y también un crucifijo muy valioso y antiguo. Hasta nos han robado la campana”. Intuía que la visita a ese lugar se debía a algo más que conocer la capilla, y descubrí el motivo cuando, en voz muy baja, prácticamente susurrando, comenzó a relatarme.

“¿Sabes? Hay una historia que me contó mi hermano, sobre una niña de Añúa que se llamaba Lucía, como la virgen de esta ermita”. “¿Lucía? ¡Qué casualidad! Así se llama mi hija” -respondí inmediatamente-. El continuó con su relato, embelesándome de tal modo, que no me atreví a volver a interrumpirle hasta que terminó.

Debía de correr el año 1933, pues los testigos recordaban que aquel fue “el año de las bombas”, en alusión a los atentados de los anarquistas y los altercados de las huelgas de Aranzábal, Sierras Alavesas y “la metalurgia”, que era como se conocía a la fábrica de Ajuria. Mientras las detenciones y manifestaciones se sucedían por la provincia, en el pueblo la preocupación se centraba en el accidente que había sufrido una de sus muchachas. La coz de una yegua le había impactado directamente en la cara de un modo tan brutal, que llegaron a temer que acabara por morirse. Por fortuna, en aquel momento se encontraba en el pueblo el doctor Félix Susaeta Mardones, pues tenía muchas propiedades en la zona y se hallaba visitándolas. Aunque pudo salvar la vida a la niña, las lesiones eran tan extensas y profundas, que su rostro quedó totalmente desfigurado. Es fácil imaginar el sufrimiento que tuvo que vivir aquella chiquilla mientras se volvían a soldar todos los huesos fracturados, pero fue mucho peor el desprecio que vivió de manos de algunos, entre los que se encontraba el hermano del hombre que, con cierta vergüenza, me confesaba lo sucedido.

Para los muchachos de Añúa aquella extrema fealdad pasó rápidamente a convertirse en algo a lo que no se le daba mayor importancia. Cierto es, que en alguna ocasión, hubo alguno que hizo alusión a ello en el transcurso de las habituales discusiones que se generaban durante los juegos, pero nunca de un modo cruel.

Muy diferente era el modo en que le trataban los de los pueblos de los alrededores. Para ellos era una apestada y no tardaron en comenzar a reírse de su deformación y a llamarla con todo tipo de apodos atroces. Llegó hasta tal punto el acoso, que, en un intento vano de evitar los insultos, cuando tenía que acompañar a sus padres a los mercados semanales, la niña se cubría la cabeza con un saco de tela de arpillera, al que su madre había hecho dos agujeros para los ojos, pues prefería enfrentarse a las miradas de extrañeza que a las risas y burlas.

Incluso así, intentaba evitar tratar con la gente, volviéndose muy introvertida. Dejó de asistir a la escuela y si salía para hacer algún recado, siempre iba corriendo, con la cabeza cubierta, y sin detenerse más tiempo del imprescindible. Por eso, en solidaridad hacia ella, los niños de Añúa acordaron acudir a la siguiente romería de Santa Lucía, tapándose el rostro con un saco.

Seguramente, cuando vio aparecer a los muchachos de aquella guisa, no entendió el gesto y pensó que también en su pueblo la querían hostigar, y, entre sollozos salió corriendo a esconderse en el bosque y nunca se la volvió a ver. De nada sirvieron las batidas que durante semanas se realizaron a diario. Incluso los chavales del pueblo dedicaron su tiempo libre, durante muchos días, a llamarle a gritos y pedirle que “volviera por favor”, por si estuviera agazapada tras un arbusto y pudiera escucharles.

Aquella historia me sobrecogió, por lo que la mayor parte del camino de regreso lo realizamos en silencio. Cuando estábamos a punto de llegar al pueblo, el anciano se volvió hacia mí y me dijo: “Seguro que piensas que son las locuras de un viejo, sin embargo, en más de una ocasión he visto a Lucía escudriñando a escondidas detrás los árboles, pero cuando he intentado acercarme a ella, salía corriendo. Sé que es imposible que esa niña siga viva, pues tendría, al menos, cien años. Pero no soy el único que la ha visto, aunque pocos se atrevan a reconocerlo”.

Cuando vio aparecer a los muchachos de aquella guisa, no entendió el gesto y pensó que también en su pueblo la querían hostigar

Para ellos era una apestada y no tardaron en comenzar a reírse de su deformación y a llamarla con todo tipo de apodos