El 27 de agosto de 1789 pasará a la historia por ser el día en el que se publicó en Francia la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, estableciendo el celebérrimo principio de libertad, igualdad y fraternidad. Sin embargo, ajeno a tan importante acontecimiento, el alcalde de Trebiño había acompañado a la comitiva que se alejaba en dirección a Vitoria, hasta el mojón que delimitaba su jurisdicción.

Pocos días antes, había recibido una carta en la que se le ordenaba que hiciera entrega de uno de los presos de su cárcel a ese grupo de alguaciles que acaban de partir, pues al día siguiente se le iba a ejecutar. Pocos en la capital alavesa sabían de la llegada de aquel recluso, lo que no fue excusa para que la entrada se realizara de un modo discreto, llegando a la prisión de la ciudad sin incidentes. Las primeras horas las pasó en compañía de unos guardias de confianza del alcaide del penal, mientras se habilitaba la capilla en la que el preso pasaría su última noche con vida.

Justo antes de que el sol hiciera aparición en el cielo, el capellán, no sin cierta desidia, le escuchó en confesión y le dio la comunión con rapidez, pues sabía que en pocos minutos llegaría el alguacil, quien también ejercía de montero mayor. Le sacaron del correccional por la puerta principal donde, rápidamente, dos tenientes de alguacil, con los fusiles cargados y las bayonetas caladas, se apostaron a ambos lados del prisionero, mientras un grupo de doce personas a caballo y espada en mano les rodeaban para impedir que alguien pudiera acercarse a él.

El condenado subió por su propio pie a un carromato que habían decorado con telas negras. Mientras tanto, los miembros de la Cofradía de la Vera Cruz colocaban cuatro velas verdes en el carro. El verdugo le ató de pies y manos, y el mismo capellán que le acababa de dar los sacramentos, le puso entre los dedos un pequeño crucifijo.

Un numeroso grupo de religiosos de todos los conventos de la ciudad procesionaban delante. En el carromato, los párrocos de las iglesias de san Miguel y san Vicente, el presbítero del cabildo y el guardián del convento de san Juan, entonaban rezos en latín con una cadencia hipnótica. Detrás, siguiendo el paso, el verdugo caminaba indiferente seguido por los soldados que, amenazantes, estaban atentos a cualquier alboroto generado por la multitud de curiosos que se habían congregado en el traslado.

Fueron recorriendo todas las calles de la zona que ahora se conoce como la almendra medieval, deteniéndose en cada cantón para que el pregonero de la ciudad pudiera leer este texto a viva voz. “Manda el rey nuestro señor, que Dios guarde, y en su real nombre, el señor don Ignacio Vicente de Esquível y Peralta, vizconde de Villa Hermosa de Ambite, quinto marqués de Legarda, capitán de los reales ejércitos, alcalde y juez ordinario de esta ciudad y su jurisdicción, villas y señoríos por el rey nuestro señor, que este reo sea condenado a la pena de muerte ordinaria al garrote en la nueva plaza pública, donde está prevenido el cadalso, hasta que naturalmente muera, por la muerte violenta que dio a Margarita González, su mujer, caminando al suplicio en la forma que se ve. Lo que manda publicar para que llegue la noticia a todos, y sirva de escarmiento y ejemplo”.

Cuando llegaron al patíbulo, y mientras las fuerzas del orden tomaban posiciones para mantener a los espectadores controlados, el verdugo procedió a cortar las ligaduras del pobre desgraciado y le acompañó hasta aquella tosca silla donde, de un modo sumiso, el condenado aceptó sentarse sin oponer resistencia. El ejecutor fue preparando las piezas del garrote alrededor del cuello, mientras los religiosos iniciaban el rezo de un credo, que fue secundado por todos los presentes. Acabada la oración se hizo el silencio. Un hábil giro de muñeca sobre la palanca del garrote acabó con la vida de Francisco Juan Crespo, que no pudo pronunciar palabra alguna, ni tan siquiera un lamento antes de morir.

No hizo falta pedir silencio a la concurrencia que observaba como ataban el cadáver para evitar que, inerte, cayera sobre el tablado. El pregonero volvió a hacerse oír para informar “Que ninguna persona fuere osada en quitar el cadáver del suplicio sin licencia y mandato de su señoría el señor alcalde, pena de la vida”.

Dicho esto, clavó aquel papel junto a la escalera y se marchó junto al resto de los miembros de la comitiva, dejando la custodia del cadáver a cargo de los soldados. Los vitorianos, algunos con curiosidad, otros con desprecio, y la mayoría, porque así lo hacían los demás, fueron pasando por delante de aquel muerto haciendo todo tipo de comentarios.

No quedaba nadie en la plaza cuando los cofrades de la Vera Cruz lo descendieron e introdujeron en un féretro de madera sin lijar, enterrándolo en el cementerio de la iglesia de san Pedro, donde el tiempo hizo que fuera olvidado, igual que lo fue su esposa, a la que había acuchillado y mutilado, sin que hasta la fecha se haya podido conocer los verdaderos motivos de aquel sangriento crimen.

El condenado llegado desde Trebiño subió por su propio pie a un carromato que habían decorado con telas negras

No quedaba nadie en la plaza cuando los cofrades de la Vera Cruz lo descendieron e introdujeron en un féretro de madera sin lijar