Nunca una derrota hizo tan grande a quien la sufrió. Y probablemente también ninguna causó tanto dolor como la que padeció el Deportivo Alavés el 16 de mayo de 2001 en el Westfalenstadion de Dortmund. El Glorioso vivió allí la noche más grande de su centenaria historia aunque, desgraciadamente, tuvo que cerrarla secando en su rostro incontenibles lágrimas de desesperación. La siempre caprichosa fortuna quiso ensañarse con el conjunto gasteiztarra permitiéndole rozar con la punta de los dedos un éxito sin precedentes para arrebatárselo después de la manera más cruel.

Con un tanto en propia puerta a apenas dos minutos del final de la prórroga que se convirtió en el maldito Gol de oro que concedió el título de campeón de la Copa de la UEFA del ejercicio 2000-01 al Liverpool inglés. Un histórico gigante del fútbol mundial venciendo a un casi desconocido recién llegado. El peso de la lógica que anunciaban todas las previsiones. Sin embargo, nadie que fuera testigo de ese encuentro comparte este análisis. Porque el Deportivo Alavés -transmutado en el Boca Juniors argentino en esa cita por obra y gracia del merchandising- consiguió romper todas las barreras y todas las lógicas. Incluso la que dicta que nadie se acuerda de quien acaba en segundo lugar. El Glorioso fue el subcampeón de aquel torneo pero todos los aficionados al fútbol lo recuerdan, aún hoy veinte años después, con extrema admiración y rinden tributo a una gesta irrepetible.

Porque nunca antes -ni después- un debutante en una competición internacional había llegado a la final ni mucho menos había estado tan cerca de ganarla como lo estuvo el conjunto de José Manuel Esnal, Mané, hace dos décadas. Pero, hasta llegar a ese momento, había ido quemando etapas igual de notables que convirtió en los peldaños de su particular escalera a la gloria. Todo comenzó con la decepción de la última jornada liguera de la temporada anterior, cuando la polémica derrota en San Mamés privó al Alavés de clasificarse para la Liga de campeones y le relegó al premio menor de la UEFA.

Como consecuencia, la ilusión inicial no fue excesiva. Y menos cuando el sorteo inicial le emparejó con el desconocido Gaziantepspor turco y el duelo de ida en Mendizorroza se saldó con un empate sin goles. En la vuelta, sin embargo, la maquinaria albiazul comenzó a engrasarse y el triunfo por tres goles a cuatro caldeó el ambiente. El siguiente obstáculo fue el Lillestrom y el Alavés dejó claras sus intenciones resolviendo la eliminatoria con un claro 1-3 en la ida para conceder un tranquilo 2-2 en casa. Continuando con la conexión noruega, el Rosenborg, habitual entonces de la Champions pero desplazado ese curso a la UEFA, fue la próxima víctima del Glorioso. Tras empatar (1-1) en Trondheim, los de Mané resolvieron sin excesivos problemas (3-1) en Mendizorroza.

Y entonces el bombo ofreció el esperado premio gordo emparejando al Alavés con el legendario Inter de Milán en los octavos de final. A priori un cruce para hacer taquilla y disfrutar del contacto con las estrellas pero sin prácticamente ninguna opción deportiva. Nada más lejos de la realidad. La escuadra albiazul se sobrepuso al dominio inicial de los Zanetti, Jugovic, Recoba, Vieri y compañía en Mendizorroza para rescatar a base de fe un empate a tres y dar el gran golpe en Milán con un triunfo (0-2) inapelable e inolvidable.

Esa increíble gesta convirtió al Alavés en casi invencible y el Rayo Vallecano en cuartos y el Kaiserslautern alemán en semifinales fueron atropellados con parciales de 4-2 y 9-2 respectivamente sumando los resultados de la ida y la vuelta. Nadie parecía en condiciones de poder parar ya al Glorioso. Y así fue. Porque solo un gol marcado por sí mismo pudo mandarlo a la lona en Dortmund. Eso sí, con la gloria del campeón y alta la frente.