Gasteiz - Aterrizó en el Deportivo bajo los cantos de sirena de una directiva que veía en él la solución a la crisis en la que estaba sumido el club albiazul. Corría ya avanzado el curso 83-84. Inexperto pero ilusionado, lo principal que se le pedía a Julián Ortiz Gil era sacar dinero de su empresa de tragaperras y ponerlo al servicio de un proyecto que se antojaba quimérico e imposible en ese momento: Subir al Alavés a Primera en 2 años... Desde el fondo de la tabla y a mitad ya de temporada... Y se puso manos a la obra.

Los menores de cincuenta años quizás no lo recuerden, salvo los forofos alavesistas, pero probablemente muy pocos mayores de esa edad hayan olvidado aquella última jornada de la temporada en la que el Alavés, junto al Logroñés y el Sabadell -tres escuadras históricas-, se jugaban subir de categoría. El champán se había descorchado, la gente saltaba y se abrazaba de alegría por el sufrido pero espectacular ascenso -habiendo remontado desde el pozo de la tabla-. Era el colofón a una locura de año. El derroche, más o menos justificado -siempre había que pagar a alguien, pero no había nadie que pusiera el dinero y todos volvían los ojos al que consideraban El Salvador, algunos el paganini de turno y otros el último recurso...-. Fluían las sensaciones y la época marcaba el reencuentro de la afición con su club y con el fútbol. Vitoria se había vuelto loca con el balompié y el Deportivo resurgía potente otra vez...

De un Mendizorroza desierto y sin asistencia que languidecía en cada partido en una categoría maldita se pasó a esperar ansiosos el encuentro de cada domingo y ver si se subía un escalón más en una remontada épica que, con el brujo-entrenador gallego José Antonio Naya y su espectáculo nos acercaba al objetivo. La llegada del conocido técnico y de futbolistas como Idígoras se debió a Ortiz Gil.

El campo ahora se llenaba, la gente se ilusionaba, los goles caían y la alineación del Alavés -en la que figuraban artistas de la pelota como Núñez y Miguel Sánchez e incluso Mortadelo/Txingurri Valverde- despertaba admiración por donde iba. El domingo volvía a tener sentido y hasta se hicieron llaveros de color dorado para simbolizar la nueva era y el “este año sí”. Todo eso lo consiguió el ya fallecido Ortiz Gil. Pero volvamos al doloroso momento... en Mendizorroza. Los albiazules habían cumplido sus deberes. El Sabadell también ganó su partido y, claramente, era equipo de Segunda. El Logroñés empataba... pasaban dos minutos del noventa (los muy cucos habían empezado tarde la segunda mitad) y el silencio y la desolación se apoderó de todo Mendi. Como no había whatsapp ni internet todos tirábamos de transistor y, como una maldición, se escuchó a través del aparato el famoso ti-ti-ti-ti... ¡goool, goool en Las Gaunas...! El Logroñés había marcado y ganaba su partido. La agonía todavía duró un poco más y los más fervientes seguidores esperaban un milagro en forma de otro gol? pero la mayoría sabíamos que aquello era un mazazo definitivo. Lloros, cara de disgusto, maldiciones en hebreo y arameo... Nos quedamos sin ascenso y con cara de tontos, mientras que en Logroño, con el final del partido, ya era fiesta nacional. Nunca sabremos qué habría sido de su querido Alavés si hubiera ascendido ese año. Habría llegado el dinero de la Liga de Fútbol Profesional -a buen seguro-, se habría racionalizado la estructura de ingresos y gastos -probablemente- y el ascenso a Primera se habría buscado y logrado antes -por aquel entonces se decía que era más difícil saltar de Segunda B a Segunda que subir de Segunda a Primera-.

Con el regusto amargo pero con la esperanza de que sería posible, la temporada siguiente lo intentó de nuevo con el equipo renovado pero con nombres que hoy en día siguen trayendo recuerdos. Y la cosa empezó a torcerse ya desde el inicio en Sestao con las famosas huelgas de jugadores a nivel nacional y continuó con tropiezos que, a pesar de todo, permitían mantener la ilusión. Pero, a diferencia del curso anterior, ya no era remontada sino exigencia de ser líderes lo que había en Vitoria. Y eso suponía un proyecto en el que invertir más y más dinero, un pozo sin fondo. Años en los que, a diferencia de hoy en día -cuando los que ponen el dinero se blindan y se meten en un club no para perder activos sino para incrementarlos- el corazón no iba parejo con la cabeza y meter el dinero en el club de esa manera suponía perderlo. El disgusto ese año vino un par de jornadas antes -toda la temporada persiguiendo al Sestao y al Aragón-, a pesar del buen comienzo de temporada -líderes durante la primera parte-. El globo se desinfló definitivamente en la temporada 85-86 y todo lo que se había apostado para hacer posible el sueño se tornó en un efecto boomerang. La legítima reclamación de salarios de los jugadores -a colación de nuevo la infausta huelga que estropeó el inicio de temporada- supuso la inexorable exigencia de poner más y más dinero de su propio bolsillo. Hasta que, con harto dolor de su corazón alavesista y comprobando la soledad financiera que le rodeaba, sin pedir aval o garantía ninguna de devolución de lo puesto, cedió su cargo sin exigir nada a cambio.

El Alavés bajó por impago a sus jugadores pero quizás hoy en día las fuerzas vivas de la ciudad no habrían dejado que eso pasase... A Julián Ortiz Gil le tocó bailar con la más fea y, desgraciadamente, su etapa en el club albiazul ha quedado infructuosa para la historia. Mirándolo con retrospectiva, quizás incluso pudo ser lo mejor para un club que, desde entonces y salvando la etapa de Piterman, se reestructuró, entró en el fútbol profesional, protagonizó un plan de saneamiento y volvió a ser grande otra vez... Es de justicia recordar a un presidente que devolvió a los aficionados albiazules la ilusión por el fútbol en una temporada en la que la historia del Deportivo Alavés pudo haber cambiado. Descanse en Paz Julián Ortiz Gil.

Pd: La familia agradece a todos el minuto de silencio dedicado a su memoria el pasado domingo en el campo de sus sueños.