ES, con mucha diferencia, el entrenador más listo que he tenido en mi carrera. Puede haberlos más inteligentes o incluso con más conocimientos pero ninguno más listo. Percibía mejor que nadie todos los aspectos del vestuario y sabía cómo motivar a los jugadores para sacar lo mejor de ellos". El personaje que se esconde detrás de esta definición no es otro que Txutxi Aranguren (26-12-1944/21-3-2011) y quien la pronuncia uno de los discípulos con los que compartió una de las etapas más ilusionantes de la historia del Deportivo Alavés, Óscar Arias. El quiyo, curtido en mil batallas ya cuando llegó a Mendizorroza, fue su prolongación sobre el terreno de juego en aquel Alavés que logró el último ascenso a Segunda División abriendo un nuevo e ilusionante periodo en la entidad del Paseo de Cervantes. El técnico portugalujo fue el patrón de aquella nave que mantuvo su rumbo firme sin zozobrar y su espíritu permanece, casi dos décadas después, muy presente en El Glorioso.

Integrante durante trece campañas de la primera plantilla del Athletic -fue dueño y señor del lateral izquierdo conformando una de las defensas que los aficionados rojiblancos recitan de memoria (Iribar, Sáez, Etxeberria, Aranguren)-, dio el paso a los banquillos conociéndose al dedillo todos los códigos del fútbol. Hombre de la casa por encima de todas las cosas, desempeñó todo tipo de funciones dentro del Athletic -"Un año antes de que Heynckes hiciera debutar a Guerrero él ya me dijo que teníamos que hacerle un contrato profesional", recordaba tiempo atrás el expresidente José Julián Lertxundi- pero no tuvo miedo a emigrar. "El mundo no se acaba en Lezama", resumió en el momento de la partida. Y tras dejar buenos resultados -llevó al Logroñés a Primera- y recuerdos por clubes de toda condición, encontró en Mendizorroza su segundo hogar.

Se sentó en tres etapas en el banquillo vitoriano (además de otro periodo final en el del filial). La primera, en los ejercicios 1978-79 y 1979-80 (en Segunda), la segunda desde el 94-95 a mediada la campaña 96-97 (le sustituyó Boronat) y la tercera y última para poner el punto final a la etapa más gloriosa de la entidad con el descenso de la Liga de las estrellas (relevó a Mané cuando enderezar el rumbo era ya prácticamente imposible y aún así estuvo cerca de conseguirlo).

En todas ellas, dejó su impronta tanto dentro como fuera de los terrenos de juego. Y es que si por algo destacaba era por mantener siempre una línea de comportamiento de la que no se salía bajo ningún concepto. Fiel hasta el límite a los amigos y a sus obligaciones, aceptó en más de una ocasión encargos que tenían mucho de regalo envenenado y poco de favor pero nunca levantó la voz si sabía que con su silencio ayudaba.

Ahora bien, no era ni mucho menos Aranguren un hombre falto de carácter. Más bien al contrario. Bilbaíno orgulloso de serlo, no escondía en sus maneras ese gen que suele caracterizar a los oriundos del Botxo. Bromista y fanfarrón hasta cierto punto, era un compañero de sobremesa ideal y a su alrededor acostumbraba a formarse el corrillo más animado. Ahora bien, a la hora de trabajar, las risas desaparecían de golpe y la seriedad era protagonista indiscutible.

"Tenía las cosas muy claras y no permitía tonterías. En el campo mandaba él y había que darlo todo siempre. El que trabajaba no tenía ningún problema pero el que no, rápidamente se iba a encontrar con él", explica Gorriarán, antiguo discípulo con quien compartió muchos viajes entre Bilbao y Vitoria para entrenar en la campaña del ascenso. "Al margen de los resultados, que son evidentes, destacaría de él la sinceridad. Cuando te tenía que decir algo lo hacía de una manera muy directa y eso siempre se agradece. Cuando, después de unos años muy buenos, dejó de contar conmigo para el Alavés me lo dejó muy claro, a la cara", rememora Aitor Arregi.

Otro que vivió aquellos momentos que el Alavés está a punto de disfrutar de nuevo, Manolo Serrano, pone de relieve una cualidad del portugalujo que ahora parece imprescindible pero de la que en su momento fue precursor. "En su segunda etapa en Vitoria él era ya un entrenador consagrado pero supo llevar muy bien el vestuario. Conducir un grupo así no suele ser fácil y él sabía tocar la tecla de cada uno para que el equipo fuera como una sola persona", alaba.

En definitiva, una filosofía vital y profesional que podría resumirse perfectamente en una de las frases que acostumbraba a repetir: "Lo más importante de todo es no desfallecer, seguir siempre adelante". Ello le llevó, por ejemplo, a situar su carrera en un segundo plano durante años para estar al lado de su esposa, Nati Quintanilla, víctima de una larga enfermedad y que sólo le sobrevivió cinco semanas después de que un infarto se le llevara precisamente cuando la acompañaba a un revisión en un centro hospitalario. Ese espíritu de sacrificio sin límites, trabajo, dedicación máxima y confianza no exentos del imprescindible aliño del buen humor fue su principal legado en Mendizorroza y a buen seguro guiará al Deportivo (como a él le gustaba referirse al Alavés) en su transcendental cita ante el Jaén.