Vitoria. El fútbol es el deporte más cicatero que existe y precisamente de esa incertidumbre que propicia, de esa opción que deja siempre abierta al resultado más inesperado por desequilibrado que sea el partido, nace su grandeza. El episodio que ayer le tocó padecer al Deportivo Alavés lo han sufrido en multitud de ocasiones cientos de equipos. Hay tardes en las que, simple, pura y llanamente, al balón no le apetece cruzar la línea definitiva que diferencia un gol de una oportunidad de peligro. Fortuna, azar, destino... Cualquier sinónimo similar puede aplicársele a esta historia tan repetida en el mundo del balompié, que no siempre premia a quien más merecimientos hace. Podría haberse pasado El Glorioso horas y horas disparando sobre la portería de la Real Sociedad B, que lo de marcar un gol ayer estaba imposible. Y sin gol, y encima fallando de nuevo atrás, ganar es imposible.
Muy al contrario de lo que viene siendo costumbre, la salida del Alavés resultó excesivamente pastosa cuando el equipo de Natxo González suele protagonizar siempre arranques gaseosos en los que acogota a los rivales a base de presión adelantada asfixiante. Lo de ayer fue completamente diferente, ya que el cuadro albiazul cedió el control del balón y muchos metros a la Real durante unos primeros treinta minutos de fútbol fangoso e increíblemente mal entrelazado. Los malos pases y los controles erráticos se convirtieron en inesperados protagonistas de un fútbol albiazul que en nada recordaba a los precedentes vistos en Mendizorroza, cuando el juego había sido mucho más lustroso.
Durante esa primera media hora, y ante la candidez ofensiva del conjunto donostiarra, el duelo se dirimió entre la imprecisión y el bostezo. Todo intento alavesista quedaba abortado más pronto que tarde por un mal pase o un control errático. Así fue el guión hasta que pasados esos treinta minutos iniciales Beobide se decidió a variar el ritmo a base de mordiscos en el centro del campo. Lo del azpeitiarra es espectacular, ya que presiona, recupera y da salida al balón con criterio.
Así, a base de recuperaciones en zonas de peligro, el Alavés comenzó a plantarse con insistencia en las inmediaciones del joven Bardaji, que a sus diecisiete años demostró tablas y futuro bajo palos con varias intervenciones meritorias. Aparte, se encontró el equipo de Natxo González con unos problemas inusitados para conectar remates en condiciones, ya que la mayoría de presencias claras en el área se saldaron con remates erráticos. El colmo de los males llegó ya en el tiempo de descuento, cuando Sendoa falló una clara pena máxima. La tarde estaba de que no para los alavesistas a la hora de definir, como tristemente se iba a seguir comprobando con el paso del tiempo.
Y es que la segunda parte se movió por los mismos derroteros que esos buenos quince minutos con los que el Alavés cerró la primera. El yerro en el penalti fue el aviso inequívoco de que la tarde iba a ser adversa al cuadro albiazul en la suerte de la definición, la fundamental en este deporte. Se puede hilar un fútbol de quilates, generar peligro de manera constante y percutir con insistencia sobre la portería rival con unas u otras armas, pero si la pelotita se niega a traspasar la línea definitiva poca cosa más se puede hacer.
Para rematar la tarde aciaga, la Real Sociedad supo aprovechar a la perfección el que prácticamente fue su único remate entre los tres palos durante todo el partido. En un aislado saque de esquina, la soledad de Ozkoidi en el primer palo le permitió conectar un cabezazo centrado y elevado que Iturrioz solo pudo ver pasar camino de sus mallas. Pese al tiempo que quedaba por delante, más de veinticinco minutos, la catástrofe quedaba ya consumada. El Alavés fue cada vez más una clara imagen del querer y no poder y eso que no se cansó de intentarlo. Por arriba, por abajo, de cabeza, con la derecha y con la izquierda. Incluso el gol en propia puerta se rozó en un par de ocasiones, pero no hubo manera de, al menos, amarrar un punto.