Hay ciertas imágenes festivas que me dejan un poso de inquietud cuando las contemplo ubicado en mi puesto de trabajo en la redacción en la que paso la mayor parte de mi vida, también en fiestas. Me ocurre muy a menudo durante el periplo de La Blanca, fechas en las que se supone que toda una ciudad y sus vecinos disfrutan de cada rincón y de cada propuesta del programa elaborado con mimo por técnicos municipales y por las asociaciones y colectivos que apuestan por la autogestión, también en materia de celebraciones y saraos variados. En estos días, los compañeros que se dedican a capturar instantáneas de todo lo que se mueve en las calles acostumbran a cebarse con todas las figuras que componen el santoral oficial de las celebraciones gasteiztarras. En las fotografías abundan gigantes, cabezudos, sotas y demás. Al parecer, son fotogénicos y gustan a la gente, sobre todo, a los más pequeños. Sin embargo, a mí -no voy a decir que me dan miedo-, me provocan cierto espanto reverencial. No sé por qué, la verdad, pero alguna de las figuras ha llegado a formar parte de mis pesadillas. Será que no acabo de comprender cómo es posible que alguien se divierta corriendo como loco mientras un ser diabólico, con la cabeza desmesurada, te persigue con la firme intención de sacudirte la badana. Imagino que algún trauma infantil me quedará escondido en algún recoveco de la mente. Aunque, mirado desde otra perspectiva, puede que todo obedezca a uno de esos juegos enrevesados de la mente, que clarividente ella, transforma en psicosis algo que bien pudiera ser otro de esos símiles que decoran la vida cotidiana, en la que, parte del sistema, se sostiene sobre el acaso (legal, formal o social) de quienes detentan el poder hacia sus gobernados. Sea como fuere, supongo que parte de mis neuras (ésta y otras tantas) sólo son culpa de casi un año sin vacaciones. Para bien de todos, espero remediarlo en breve.