Zuazo de Kuartango - Lejos de rutas saturadas de viajeros, la ermita de La Trinidad se encuentra en un recóndito lugar del valle de Kuartango rodeado de cimas en las estribaciones de la sierra de Gibijo y Gillarte y a un kilómetro de los pueblos de Luna y de Gillarte. Se trata de una construcción de mampostería edificada en la boca de una cueva de unos 200 metros de profundidad, en cuyo interior nace un manantial, cuyas aguas salen al exterior y cuya existencia ha ido creando leyendas y tradiciones. Este espacio en el valle es el lugar de una multitudinaria romería anual, como lo viene siendo desde hace siglos, y tiene establecida su propia fecha en el calendario: el domingo posterior al Corpus, por lo que la cita tuvo lugar ayer.

La fiesta es sencilla, pero rica en sensaciones. Para algunos comienza de madrugada, ya que hay personas que llegan caminando desde lugares lejanos, atravesando las montañas por caminos de tierra. Otros llegan en vehículos, aunque hay que dejarlos bastante apartados, para respetar la calidad del medio ambiente de ese lugar. Con todo preparado, a las doce menos cuarto de la mañana, en la explanada que se encuentra cerca de la ermita, los jóvenes del Valle dan la bienvenida a los llegados de otras localidades con su danza tradicional, el agurra, y posteriormente todos se acercan hasta el pequeño templo para asistir a la misa ofrecida por el párroco del valle, un sacerdote llegado desde Chad, y cantada por el coro de Kuartango.

Tras el oficio religioso, los asistentes, junto a los representantes de los numerosos pueblos que allí se congregaron regresaron a la campa, al lugar concreto donde estos días de atrás se han plantado dos árboles, un tilo y un peral como símbolo de la hermandad de los pueblos. Estuvieron presentes las diez juntas de Kuartango, más los ayuntamientos de Amurrio, Arrastaria, Urkabustaiz, Iruña Oka, Ribera Alta, Valdegovia y Berberana. Allí se fue depositando la tierra llevada de cada uno de esos pueblos como una manera de recordar el lazo de hermandad que los une.

Finalizado ese homenaje a los pueblos, llegó otro de los momentos más esperados. A la una de la tarde se bailó la danza de La Trinidad, a cargo del grupo de danzas del valle, una pieza que tiene recuerdos entrañables, ya que se recuperó hace más de 30 años y desde entonces se ha incorporado a la memoria de las gentes como una seña de identidad. Tras la danza fue el momento del castillo, una torre humana compuesta por 10 jóvenes: seis debajo, tres encima, y uno en un tercer piso. El último fue traído por otro vecino desde la ermita, subido de pies sobre sus hombros y sujetado por el de abajo por los tobillos.

Una vez compuesta la torre, el de arriba lanzó los vítores a las autoridades, a quienes habían financiado las fiestas y a los que se iban a casar ese año, como cuenta el estudioso de esta tradición Carlos Ortiz de Zárate, en la completa publicación que hizo de esta jornada en la revista Dorretxea.

Posteriormente, hubo bailes y un sorteo en el que se rifaron cuatro roscos de La Trinidad y un circuito de spa, cuya recaudación se destinará a obras de mejora de la ermita. Una comida en la campa, una actuación para todas las edades y el tradicional juego del bolo pusieron término a la jornada, hasta el año que viene.

El origen es desconocido, pero Alberto Langarica publicó en el anuario de Eusko Folklore que esta fiesta podría situarse como la cristianización de un culto anterior que bien pudiera haber sido a un dios romano relacionado con el agua. Lo que sí está documentado, y así lo cuenta Carlos Ortíz de Zárate, es que en este lugar había una cofradía, con estandarte propio, cuyas constituciones estaban fechadas en 1757. Los miembros de la Cofradía de la Santísima Trinidad podían ganar indulgencias plenarias si acudían a la fiesta principal de la ermita, celebrada por La Trinidad. Esta gracia también les era concedida acudiendo por la fiesta de la Asunción, la Anunciación de Nuestra Señora y en la de San Juan y San José.

El templo actual se construyó en el siglo XVI y las imágenes del Misterio Trinitario fueron realizadas en Orduña, en el siglo XVIII, por encargo de un celoso y curioso ermitaño, Pedro de Osaba, que dio gran pujanza al santuario. Este hombre, con su pequeña caja con una réplica del misterio, recorría los caminos de Kuartango, Losa, Valdegobía, Tobalina, La Ribera, e incluso La Rioja, para recoger limosnas para el santuario. Como curiosidad, la ermita de La Trinidad también entró en los libros de leyendas de las curaciones milagrosas a través de sus aguas.

Recuerda Ortíz de Zárate que uno de los males que se curaba o prevenía era el dolor de muelas. Para ello, había que coger una piedra pequeña, con la boca, dentro de la cueva. La piedra tenía que estar debajo del agua. Los romeros se internaban en la cueva con alguna precaria luz, como por ejemplo una vela, localizaban una piedra adecuada y la cogían con la boca, a pesar de la frialdad del agua que salía de las entrañas de la gruta. Sí así se hacía, la tradición aseguraba que no se tendría dolor de muelas en todo el año. Como es natural, estas piedras se guardaban en las casas.

También se curaba en esta ermita el dolor de cabeza. Para dejar de padecer este mal, los devotos se colocaban en la frente un pañuelo atado, pero que tuviese dentro piedras de la cueva. Otros, con el mismo fin, se lavaban la cabeza con el agua de este río. No faltaba quien aseguraba que este dolor se quitaba simplemente con beber el agua de la cueva. Otra tradición decía que, para quitar la tartamudez, tenían que coger una piedra del riachuelo con la boca y tenerla en ella hasta que se desgastase o el trastorno se curase.