Dos razones me han llevado a dedicar el artículo de este lunes a la catedral de Santa María. La primera porque, hace exactamente dos semanas, el mundo entero se conmocionó con el incendio que destruyó la de Notre Dâme de París, y, como descubriremos después, también la nuestra vivió un episodio similar. La segunda, y de manera principal, porque precisamente hoy se cumplen ciento cincuenta y siete años de su consagración o dedicación.

Más de uno se sorprenderá por el hecho de que la Catedral Vieja de Vitoria-Gasteiz lleve santificada poco más de siglo y medio, especialmente, cuando hay constancia de su existencia desde el año 1150. Yo también me sorprendí cuando el investigador Antonio Arroyo me descubrió esta curiosidad de la que tan pocas veces he oído hablar.

Tras el nombramiento, el día anterior, de don Diego Mariano Alguacil Rodríguez como primer obispo de la diócesis de Álava, el 29 de abril de 1862 se realizaron los actos por los que la, hasta ese momento colegiata de Santa María, pasaría a ser catedral. Lo extraño, cuando se iba a proceder a la consagración, fue descubrir que no había constancia de que se hubiera realizado, a lo largo de su historia, ninguna bendición de la que iba a ser la iglesia episcopal de la diócesis. Esta situación era especialmente preocupante, dado que el templo, durante la ocupación francesa, había sido objeto de numerosas profanaciones.

Ante tal circunstancia, se solicitó al papa Pío IX las autorizaciones oportunas que, lógicamente, fueron concedidas junto a una indulgencia plenaria para todos aquellos que visiten la catedral el día de su consagración o en alguno de los aniversarios de la misma, así como cien días de indulgencias por cada oración que se rece en ella.

El día elegido se realizó la santificación del edificio, para lo cual se ungieron con óleo santo y agua bendita las puertas, paredes y el ara. Además, se ubicaron las reliquias sub altari condere, es decir, bajo el altar. Después se realizaron, por las calles de la ciudad, multitud de actos populares, tanto religiosos como festivos, similares a los que se hicieron apenas seis años antes, el 20 de enero de 1856, cuando la ciudad también se encontraba de celebración, tras haber dado por finalizada la epidemia de cólera que había asolado la provincia.

Por aquel entonces la catedral aún era una colegiata, y en ella se celebró un Tedeum, o acto de acción de gracias, tras el cual y como era habitual, se lanzaron multitud de cohetes al aire. Uno de ellos entró por el campanario, y dio origen a un incendio que, rápidamente, se propagó por la torre. El fuego era de tales dimensiones que, no solo amenazaba la integridad de la iglesia, sino también la de las casas circundantes, por lo que todas las campanas de la ciudad comenzaron a tañer a concejo, reclamando la ayuda de cualquiera que pudiera colaborar en las labores de extinción y de recuperación de los tesoros del templo, la mayoría objetos de plata, libros, cuadros y esculturas. Resulta sorprendente que, de todo lo que el canónigo de la colegiata, don Paulino Antonio Mármol, fue sacando y entregando a los vecinos, no faltó ni uno solo cuando, al día siguiente, se llevó a cabo el inventario.

El fuego seguía devorando todo, y llegó un momento en el que los bomberos de la ciudad se dieron por vencidos, comunicando al alcalde, don Francisco de Ayala, que no podían hacer más, dando como única solución el derribo de la torre para evitar que el fuego se extendiera, especialmente por la caída de metal derretido de las campanas.

La solución que encontraron más viable fue la de derribarla a cañonazos, por lo que se solicitó la colaboración del ejército. El primer cañonazo que se lanzó no hizo blanco y cayó sobre el tejado de una casa, provocando un nuevo incendio que agravó la situación, ya de por si alarmante. Ya no solo estaba ardiendo la colegiata y la casa del sacristán, sino también las casas circundantes, corriendo el riesgo de que el fuego afectara a toda la ciudad.

Finalmente, y tras más de doce horas, se pudieron controlar las llamas, e inmediatamente después, dio comienzo a una campaña de recaudación de fondos con el objeto de poder reparar todos los daños. La respuesta de los alaveses fue generosa, y permitió que, muy poco después, el templo volviera a ser el centro de la actividad religiosa de la ciudad.correo@juliocorral.net