El día de Todos los Santos de 1896, tal y como marcaba la costumbre desde hacía años en muchas ciudades de España, incluida Vitoria, se solía ir al teatro a disfrutar de Don Juan Tenorio. Sin embargo, aquel año, los actores de la troupe Bolumar-Vivas no lograron despertar las ovaciones del exigente público de la capital alavesa, quizás, porque la mayoría de los que acudieron al Teatro Circo en la calle de La Florida, estaban más pendientes de los entreactos que de la obra en sí.
Y es que, los carteles que anunciaban el drama de Zorrilla, incluían la atractiva novedad del kinematógrafo, un invento de Thomas Edison que venía precedido de gran fama en ciudades como Lisboa o París. La expectación era lógica, pues, salvo unos pocos, nadie sabía muy bien en que consistían esas fotografías animadas. En las tertulias de los días previos, en las conversaciones sobre el tema, la imaginación se adueñó de muchos, surgiendo teorías de todo tipo sobre ese invento. Los periódicos, fuente de información habitual, se habían limitado a menciones escuetas en las que reproducían la pequeña nota que les había hecho llegar el teatro.
Todavía se recordaba cómo, en agosto de aquel mismo año, se había anunciado la llegada del animatógrafo de Edwin Rousby como parte del programa de fiestas en honor de la Virgen Blanca, pero, finalmente, no se pudo disfrutar del espectáculo.
A las tres y media de la tarde de ese uno de noviembre, dio comienzo la representación. Y, tras el primer acto, las luces del teatro se apagaron. El operador Alberto Duran puso en funcionamiento el aparato y, para asombro de todos, inició la primera proyección cinematográfica en nuestra ciudad. Fue una película titulada Un baño de negros.
Las imágenes de una madre bañando a su hijo provocaron que una enorme ovación se adueñara de la sala y los asistentes se impacientaran por ver qué otras maravillas podrían presenciar. En los siguientes descansos, se emitieron El fotógrafo, En la playa. Baño de mar, La plaza de la Opera de París, Llegada de un tren y en último lugar, Miss Fuller, causando todas ellas el mismo efecto. Especial desconcierto causó la exhibición de Llegada de un tren, puesto que, para los inexpertos espectadores, ver cómo una locomotora se acercaba, era una experiencia desconocida y aterradora. Se habla de que incluso muchos abandonaron el teatro al grito de “invento del demonio”, y no solo por la toma ferroviaria, sino también al no poder comprender como era posible que aquellas 1.500 bujías de alumbrado transformaran la luz en escenas tan reales.
Pero para la mayoría el espectáculo fue portentoso e hizo que estas maravillas corrieran de boca en boca por la ciudad, logrando que, en la sesión de las ocho y media, las localidades se agotaran por completo.
Los periodistas se esforzaron en intentar explicar con palabras aquello de lo que habían sido testigos, utilizando expresiones como “representación rapidísima de una serie de fotografías que producen en el espectador el efecto de hacerle creer que observa cuadros de la vida real”, “un fenómeno de física curiosísimo”, o “aun para aquellos que por sus conocimientos están en el caso de explicarse el porqué de tan maravillosos efectos, tiene poderosísimo atractivo este espectáculo en que se reproducen con asombrosa exactitud, los menores detalles de las escenas de la vida”.
Dado el éxito, se ampliaron las proyecciones hasta el día 9 y, en lugar de la música interpretada por un pianista local, se incluyeron audiciones de otro invento admirable llamado gramófono, “semejante al fonógrafo, pero con la ventaja de oírse en toda la sala”. No obstante, las condiciones del aparato, que sufrió desperfectos durante el desembalaje, dejaron mucho que desear, especialmente durante la tormenta caída el último día, cuando el repiqueteo de la lluvia sobre la cubierta del teatro lo hizo prácticamente inaudible.
Y quizás, fue precisamente esta última sesión, la que provocó el final de las funciones. Dada la moral victoriana de la época no sentó nada bien la exhibición de la película El beso de May Irwin, y que ha pasado a la historia como el primer beso cinematográfico. Los apenas 20 segundos que duraba este beso remilgado entre la actriz May Irwin y su compañero de reparto John C. Rice en la obra teatral La viuda Jones, fue considerado en algunos sectores como algo pornográfico, tal es así, que corrían rumores de que había sido grabada en un burdel.
En realidad, William Heise había rodado un primer plano de la escena final de la obra en la que los actores se besan en los labios. El motivo de la discordia no fue tanto el beso en sí, sino que, algo que debía permanecer en la intimidad de la alcoba, se mostrara a tamaño gigante ante un numeroso público, y, peor todavía, que hombres y mujeres lo comentaran a la salida del teatro.
A tal punto llego el escándalo, que desde la Unidad Católica-Foral se lanzó una campaña para prevenir al resto de las ciudades de los peligros de este inmoral invento, solicitando al gobernador que lo prohibiera.
Por fortuna esta iniciativa no obtuvo ningún éxito, y aquella curiosa invención acabó por convertirse en algo habitual en nuestras vidas y el cine pasó a convertirse en un divertimento universal. correo@juliocorral.net