Hace años tuve ocasión de visitar el Club de Golf de Larrabea, próximo a la localidad alavesa de Legutiano. El centro deportivo se encuentra ubicado desde 1991 en un precioso caserón mandado construir, en el siglo XIX, por don Miguel Rodríguez Ferrer, un importante político que colaboró intensamente en el desarrollo cultural, intelectual y agrícola de Álava. Conocida primeramente como La Rabea, y posteriormente como Del Retiro, la granja en la que se encuentra la casa fue uno de los más importantes centros de investigación agrícola de la época, y en ella se produjeron significativos avances en este área.

En una visita que realicé al recinto, y mientras conversaba con uno de los empleados del centro deportivo, salió a colación un cuadro que se hallaba colgado en una de las paredes de la segunda planta.

En las obras realizadas para la remodelación del edificio, y según me contaron, apareció en el sótano dicho lienzo que, inmediatamente, se utilizó para la decoración de uno de los salones. En él puede observarse a un niño, con expresión triste, que se apoya en una silla, reproduciendo probablemente uno de los rincones de la granja. Tiempo más tarde averigüé que se trataba de un nieto por línea paterna de don Miguel Rodríguez Ferrer.

Pese a que contemplarlo causa cierta inquietud, no se observa en el nada fuera de lo normal? Hasta que se le da la vuelta y en el dorso se lee lo siguiente: Recuerdo: Lego este cuadro retrato de mi nieto José Justo Morales a sus padres Gervasio Justo Rodríguez y Trinidad Morales Malvay con obligación y última voluntad mía que nunca salga dicho cuadro del poder de la familia como recuerdo de obra hecha por el que escribe, abuelo materno del nunca olvidado José.

Nació el 11 de junio de 1898 y subió al cielo el 3 de septiembre de 1903 dejando una huella imperecedera en toda la familia de desaliento por sus condiciones naturales. Este cuadro será entregado al fallecimiento de los abuelos maternos Adolfo Morales y Consolación Malvay. 8 de marzo de 1904.

Lo primero que llama la atención es la referencia a su fallecimiento y la sensación “de desaliento por sus condiciones naturales” que dejó en la familia. El modo ambiguo, y evitando mencionar las causas, parece querer omitir cualquier referencia clara a unas circunstancias que evidentemente entristecieron a todos. Inmediatamente, y puesto que en el mismo texto aparecen datos suficientes, decidí indagar sobre ese niño para averiguar qué es lo que pudo ocurrirle.

El primer lugar al que acudí fue al Registro Civil de Vitoria-Gasteiz, donde esperaba encontrar su partida de nacimiento y defunción. Por desgracia no fue posible dar con ellas, pese a que se hizo una solicitud a nivel nacional, reclamando información a todas las provincias de España. Aunque el primer Registro Civil se creó en 1841, éste solo funcionaba en grandes poblaciones. A partir de 1871 fue sustituido por el sistema actual, y, por lo tanto, las anotaciones deberían estar allí. No era lógico que no se le inscribiera, salvo que por algún motivo no se quisiera hacer pública su existencia.

Probé también con las instituciones eclesiásticas donde obtuve el mismo resultado. Ni en el Archivo Histórico Diocesano de Álava, ni en las iglesias de los pueblos de los alrededores, donde conté con la inestimable colaboración de vecinos y sacerdotes, aparecía registrado ni su bautizo ni su entierro.

Incluso recorrí los cementerios de la provincia buscando en los panteones y tumbas, y revisando los apuntes de los tomos de enterramientos de la época. Ni tan siquiera en los periódicos fui capaz de localizar una mención al nacimiento o una esquela, lo cual habría sido razonable dada la importancia de la familia.

Llegado a este punto solo me quedaba solicitar la ayuda de los expertos, y no los hay mejores que los biógrafos de don Miguel Ferrer: el cubano Armando Rangel Rivero, director del Museo Antropológico Montané de la Universidad de La Habana, y el historiador sevillano Rafael Sánchez Pérez. Pese a su verdadero interés en ayudarme, tampoco ellos lograron hallar ningún documento o referencia en la que se mencionara a José, lo cual les habría ayudado a completar el árbol genealógico. Si bien es cierto que se trata tan solo de una hipótesis, una posible solución me llegó de boca de una mujer que durante muchos años vivió en uno de los pueblos de las inmediaciones. Recuerdo que las palabras exactas que utilizó fueron: “En las casas de los ricos nunca había ni locos, ni tontos”.

Al parecer, y aunque en la actualidad pueda parecer cruel, en aquella época era costumbre entre las familias pudientes disponer de una habitación aislada del exterior en la que ocultar a aquellos miembros de la familia que, generalmente debido a algún tipo de enfermedad física grave, o psiquiátrica, pretendían esconder al resto de la sociedad. No cuento con ninguna prueba al respecto pero ésta podría ser una posibilidad, dado que, como parece desprenderse de los pocos datos con los que contamos, el niño padecía algún tipo de enfermedad o “condiciones especiales” que finalmente acabaron con su vida.

Han pasado más de cinco años y ni siquiera ahora me doy por vencido en la búsqueda de este muchacho de mirada triste, cuyo retrato, pese a los deseos de su abuelo, acabó olvidado por su propia familia en la soledad de un oscuro y húmedo sótano. La sensación de inquietud inicial ha dado paso a la compasión y la frustración que me seguirán acompañando mientras no sea capaz de recuperar una mínima parte de su vida.