El Carnaval rural es mucho más que una fiesta popular. Tras él se mueven fuerzas rituales ancestrales que deambulan entre la evidencia y el misterio. Después de unas décadas en las que han ido desapareciendo del horizonte, resurgen en la actualidad con aquella fuerza de antaño. Máscaras, música y danzas se dan cita en los pueblos alaveses, envolviendo el ambiente en una magia seductora, mientras los desfiles de Vitoria se suceden por las calles de la ciudad.
Testigo del Carnaval rural fueron ayer en Agurain desde el mediodía. La plaza Euskal Herria de la localidad, habituada a los juegos de los pequeños y las conversaciones de los mayores, se convirtió en centro de reunión de extrañas criaturas ataviadas con pieles, sangre brotando por los cuatro costados y puntiagudos tridentes bajo el embrujo de la música.
La fiesta de los carnavales en Agurain goza de una gran tradición. De ella se tienen noticias al menos desde 1678. Si toda fiesta que se precie es del pueblo, el Carnaval es la fiesta de la gente del pueblo en la calle, la liberación y la locura colectiva. El sábado fue el día de los superhéroes, princesas, animales varios o personajes de actualidad como Donald Trump y ayer se rememoraron los carnavales de antaño. No era un espectáculo para ser contemplado, sino vivido; una fiesta en el sentido pleno de la palabra.
Astas, rudimentarias armas, cencerros, caretas y sombreros con pañuelos que tapan completamente la cara sirven a los participantes en el espectáculo para dar mayor dramatismo al momento. Alguno de los personajes hizo incluso llorar a los más pequeños. La música animó a los presentes a participar.
markitos de zalduondo Mientras, apenas a diez minutos en coche, la localidad de Zalduondo se preparaba para sus carnavales rurales más famosos donde, fiel a la esencia del Carnaval rural, el pueblo expía sus males en las carnes de un muñeco al que quema en la plaza. Al lado del palacio, decenas de personas esperaban inquietas la salida de Markitos, el personaje carnavalesco por antonomasia en Zalduondo.
Lleva una gran txapela negra y un collar de cáscaras de huevos cocidos y plumas de aves teñidas. Como un condenado antiguo, es llevado a la grupa de un burro y exhibido por las calles. Varios mozos lo acompañan. Le siguen varios músicos y unos mozos, dos de los cuales llevan un largo mástil que llaman lata. Las damas bailaron sin cesar durante todo el recorrido hasta que a la altura del palacio de los Gizones o Lazarraga, Markitos fue desmontado y empalado. Es el malo de esta película, un grotesco personaje de paja que simboliza todo lo malo del pueblo.
Atrás quedan intensos meses de preparativos de todos los vecinos de un pueblo que, año tras año, se vuelca en la celebración de un acto que “pese a ser todos los años lo mismo, se vive con gran nerviosismo e ilusión”, explican en la localidad.
Durante semanas el grupo de voluntarios se ha encargado de dar grasa a las pieles, coser trajes, planchar, arreglar desperfectos, preparar la indumentaria de Markitos o llenar bolsas de confetis, tarea realizada por los más pequeños. Tras su primer viaje, el muñeco permanece amarrado a un mástil de seis metros instalado frente al palacio durante varias horas como hazmerreír de visitantes y foráneos.
El Carnaval de Zalduondo, el más antiguo de Álava, revivió ayer el ajusticiamiento y muerte de Markitos, que viajó hacia su muerte sobre un pollino, acompañado por el cenicero que lanza ceniza, la vieja que lleva sobre su chepa al viejo y las ovejas que aportan al desfile fantasía y colorido.
culpable de todos los males A media tarde, cuando la afluencia de público era mayor, una comparsa bajó a Markitos de su atalaya y lo paseó por la villa. La comitiva partió desde el palacio, el mismo lugar donde hace casi cuatro décadas Blas Arratibel, Martiniano Martínez de Ordoñana y Joaquín Jiménez dieron vida a esta tradición que se ha mantenido estable a lo largo de los años, a pesar de su sencillez.
Un año más, Markitos viajó hacia su final en un carruaje tirado por una mula desde el que las pequeñas Anne, Aitana e Irati arrojaron confetis. En lo alto del mismo va una nasa tejida con tallo de centeno y zarzas, que servía para guardar el pienso y que cada año se convierte en el improvisado púlpito donde el predicador lee el discurso que sirve de razonamiento para dar buena cuenta de Markitos.
Tras el carruaje, sus padres lloran su triste final en la hoguera. Este año, el fuerte viento y el intenso aguacero que caía en el momento del desfile obligaron a acortar el tradicional recorrido por las distintas calles del pueblo. Acompañado por sorgiñas, porreros o los zanpantzarris, Markitos llegó al frontón donde el juez leyó su veredicto. El sermón del predicador es nuevo cada año y culpa a Markitos de los distintos males que ha sufrido el pueblo a lo largo del año: las muertes de los vecinos, las riñas, el alto precio de la vida o la crisis son algunas de las razones que han llevado este año al personaje a la hoguera. Antiguamente se le pegaba un tiro y un cartucho de dinamita lo descuartizaba. En la actualidad, lo rocían de gasolina y le prenden fuego mientras los porreros danzan y cantan a sus despojos en el frontón y los presentes degustan vino caliente. Su vida ha sido fugaz, como el Carnaval.