4de agosto. Nervios matutinos y un vistazo rápido por la ventana para comprobar si las predicciones meteorológicas habían acertado. Al parecer, no. Y eso que las malas lenguas decían que en Vitoria somos gafes y que al final acabaría lloviendo. Sol a raudales y calles desiertas en la periferia de la ciudad. Algo de actividad en el centro, aunque contenida. Un pálpito de que la jornada se alargaría y que sería necesario dosificar las fuerzas. Cinco minutos para decidir qué ropa llevar y a lanzarse a la calle con el corazón en un puño. El calendario prometía emoción. No defraudó. A medida que se acercaba el mediodía, los bares se llenaban como vasos hasta abarrotarse con la llamada del vermú. Un rito que ayer se vivía con la intensidad añadida de lo que aún no ha comenzado pero que está a punto de estallar. Las cuadrillas se arremolinaban en torno a los locales dejando a su paso un rastro de emoción festiva. Muchas anécdotas que contar, muchos reencuentros celebrados a golpe de abrazo con palmada sonora en la espalda y sobre todo mucho anuncio de alegría en el ambiente.

Llegada la hora de comer, Vitoria volvía a mostrar su engañosa cara vacía de urbe en agosto. Una pequeña tregua antes de la batalla. Las dos opciones mayoritarias consistían en la comida familiar casera o en juntarse con los amigos para almorzar fuera y olvidarse por un día de los fogones. Las largas mesas en las terrazas del centro y los libros de reservas de los restaurantes rebosantes de anotaciones daban fe de lo especial de la jornada. Y tras la comida, otra breve pausa. Apenas un instante para apurar el café, el chupito de sobremesa y contestar a los mensajes del móvil que comenzaba a volverse loco de actividad.

Rondaban las cinco de la tarde y la peregrinación se ponía en marcha desde todos los puntos de la ciudad. Muchos, ansiosos, cogían sitio desde la hora de comer en la Virgen Blanca. Cualquier observador externo que no conociera las costumbres gasteiztarras sabía que algo estaba a punto de ocurrir. No era habitual ver a toda la chavalería de la ciudad cargando con bolsas, botellas, garrafas y carritos del supermercado llenos hasta los topes. Todos ellos dirigiéndose al mismo punto. Todos con el pañuelo preparado, en la muñeca o en los bolsillos. La lluvia prometida por los meteorólogos no aparecía, así que con una camiseta bastaba. Total, para lo que iba a durar limpia...

Poco a poco, las nubes oscuras lograron que la gente no perdiera la fe en Euskalmet y aunque acorralaron la torre de San Miguel amenazando chubasco ya era demasiado tarde. La suerte estaba tan echada como los cubos de agua que caían, aleatoriamente, desde los balcones. El tornado de La Blanca había comenzado a girar y todo daba igual. Vendedores ambulantes, niños, mayores, familias enteras y extranjeros despistados con el pañuelo en la cabeza formaban ya parte de la tormenta festiva. Vitoria entera estaba a punto de volverse loca y la plaza de la Virgen Blanca -y sus aledaños- aullaba cada vez que el reloj marcaba una señal horaria. Sólo queda media hora. Sólo un cuarto de hora...

El nerviosismo en los grupos aumentaba a ojos vista porque la estrategia era fundamental. “Nunca nos hemos metido en la plaza tan tarde”, comentaban unos escrutando el reloj como si fueran capaces de detenerlo con la mirada. “No aflojes el alambre de la botella, que se te puede escapar el corcho antes de tiempo”, señalaban otros. Entre tanto, el monumento de la plaza, protegido por un cuadrado de altas vallas cubiertas por una lona serigrafiada, asistía, impertérrito, al ataque del comando pancartas. Un grupo de jóvenes, ágiles como gatos, lanzaban una cuerda y la afianzaban, se colaban dentro, recibían los rollos de plástico y los desplegaban en menos tiempo del que Celedón habría de invertir poco después en cruzar la abarrotada plaza.

Carteles en los cuatro flancos y en lo alto de la escultura. Misión cumplida. En el meollo de la plaza, un grupo de personas vestidas de negro lograba lo nunca visto: hacerse un corrillo. Muchos se preguntaban qué estaba sucediendo. Poco después, desplegaban una pancarta del mismo color: “Auto Defentsa Feminista”. Misterio resuelto.

Los más impacientes ya habían comenzado a apurar el cava y los restos de cristales surgían, aquí y allá, en diversos puntos del recinto festivo. Ciertamente las brigadas de limpieza se afanaban en hacerlos desaparecer con celeridad, pero las huellas de sangre sobre el pavimento de General Loma hablaban de que en los puestos sanitarios ya había profesionales trabajando.

Y nos dieron las seis. Y Celedón descendió, tranquilo, sobre Vitoria. Y el cava emergió de las botellas regando al gentío. Y cuando el muñeco llegó al final de su recorrido, el brazo de Gorka Ortiz de Urbina apartó el telón-bandera para, paraguas en mano, desatar la euforia. Descendió como un divo las escaleras que le separaban de la masa humana y, click, los cronómetros echaron a andar.

Precisión militar. Gorka era el centro de un paso de Semana Santa que, en volandas y rodeado de una cuadrilla perfectamente organizada, avanzaba flotando a través de la marea de brazos extendidos. Los primeros abrían brecha, afianzaban la posición y marcaban el pasillo. Celedón se afanaba en sujetar con una mano el paraguas y con la otra la boina. Justo detrás de él, un individuo disfrazado de conejo rosa ponía la nota cómica al séquito. Para algo estábamos de fiesta. Casi al final, una mano anónima se aferró a su cabeza y a punto estuvo de arrebatarle la txapela. El equipo se lo impidió. A buen seguro que le dolerá la muñeca una temporada. Tres minutos y medio. Más o menos. Celedón pisó tierra firme tras el vaivén humano y se lanzó escaleras arriba. Aluvión de abrazos, colocación de pañuelos a cuadros en cuellos ajenos, cántico oficial y unos cuantos buenos consejos para disfrutar en paz y armonía de las fiestas. Y todo esto sucedió, un año más, ayer en Vitoria. Nos quedan cinco días de fiesta por delante. Salud. - DNA / Fotos: J. Muñoz/J.R. Gómez/DNA