vitoria - La charcutera de Bergüenda, Esther Bringas, nunca olvidará el día en que vio pasar por la carretera del pueblo “aquella comitiva con Franco y los reactores”. Era “una canija”, pero se le quedó grabada la estampa. También Miguel Ángel Turiso, nacido y criado de toda la vida en Comunión, evoca como si fuera ayer ese desfile irrepetible, “Patxi al frente y unos camiones espectaculares que llevaban los mecheros dentro”. La meta era Santa María de Garoña, Burgos, donde estaba a punto de ponerse en marcha la central nuclear más colosal de su clase en la Europa de esa época gris, la segunda de España. Las obras, dirigidas por el ingeniero industrial Joaquín Cervera, habían arrancado en 1966, sólo tres años después de que Nuclenor hubiera obtenido la autorización para la construcción, y ya estaban llegando a su fin. Era 1970, el último arreón. En 1971, con todo en su sitio, la nueva planta atómica se acoplaría a la red eléctrica y el corazón made in General Electrics que albergaba en lo más profundo de su armazón comenzaría a latir con toda la potencia de sus 460 megavatios.
Entonces no hubo debate sobre la conveniencia o el peligro de la energía nuclear, ni para bien ni para mal. “Entonces no se decía nada de nada”, dice, con un guiño, la charcutera. Garoña comenzó a generar entre 3.500 y 3.700 GWh (gigavatios por hora) de media al año, en torno al 90% de carga, y así continuó, ejercicio tras ejercicio, ofreciendo tremendas alegrías económicas a Nuclenor, empresa formada inicialmente por Iberduero y Electra de Viesgo, y más adelante, tras movimientos accionariales, por Iberdrola y Endesa. La infraestructura, que había salido adelante con un capital inicial de cinco millones de pesetas, quedó amortizada mucho antes de que llegara al límite de su vida útil, cuarenta años, y se convirtió en una potente máquina de hacer dinero. En 2011, la central generó la friolera de 150 millones de euros de beneficios a pesar de que la producción tan sólo supuso el 1,4% del total eléctrico de España.
La escasa aportación de Garoña a la demanda energética del país, que no a los bolsillos de sus propietarios, ya era para entonces una de las principales quejas del movimiento contrario a la continuidad de la central. Pero había más. Los colectivos ecologistas llevaban años advirtiendo de riesgos medioambientales y de seguridad por el uso de las aguas del Ebro y averías que según ellos se estaban ocultando. Su alarma caló en buena parte de la ciudadanía, sobre todo a este lado del río, donde ninguna localidad recibía compensaciones económicas por estar cerca de la planta atómica. Aunque Nuclenor sólo notificaba anomalías de grado uno, sin importancia, y siempre llamaba a la calma, conforme se acercaba el límite de la vida útil de la instalación aumentaba la preocupación social. Una liberación de radiación afectaría a toda la cuenca del Ebro, en la que habitan alrededor de tres millones de personas.
Un punto de inflexión importante fue 2006, cuando se llevó a cabo el cierre de la planta atómica de Zorita por motivos de seguridad. Aquella decisión hizo que Garoña se convirtiera en la central nuclear más antigua de España, la única operativa de la llamada Primera Generación. Otro momento crucial llegó en 2009, cuando Nuclenor presentó la documentación necesaria para solicitar la extensión de la vida útil de la planta por otros diez años más. El Consejo de Seguridad Nuclear emitió un informe favorable a expensas de que se cumplieran algunas medidas y el Ministerio de Industria aprobó la prórroga de explotación hasta julio de 2013. Fue una decisión aplaudida en Burgos, con el argumento de que de lo contrario se perderían alrededor de mil puestos de trabajo, pero aquí contó hasta con la oposición formal del Parlamento Vasco. Y se sucedieron las manifestaciones, algunas muy ruidosas.
Tras el desastre de Fukushima en 2011, el debate sobre el riesgo de Garoña se avivó debido a las semejanzas de ambas centrales. Según denunció Greenpeace, las dos compartían el sistema de contención Mark I, que había sido objeto de análisis por supuestos fallos de seguridad desde comienzos de la década de los setenta. Nuclenor recibió entonces la orden de la UE de realizar una serie de inversiones y, lejos de iniciarlas, hizo otra cosa. En septiembre de 2012, a un año de que expirase la prórroga concedida en 2009, decidió dejar pasar el plazo para solicitar la renovación de la licencia alegando “incertidumbre regulatoria”. A priori fue un anuncio tan aplaudido como inesperado, porque no hacía tanto había pedido la derogación de la orden ministerial con la que el anterior Gobierno del PSOE había propuesto el cierre para 2013.
El reactor se paró en diciembre de ese año y en julio del siguiente se efectuó la clausura de Garoña. O eso es lo que Nuclenor quería que pareciese. En febrero de 2014, el Gobierno aprobó un cambio legislativo según el cual el cierre de una central sólo sería definitivo si se producía por motivos de seguridad. Y la burgalesa había alegado razones económicas. No pilló a nadie por sorpresa. Existían sospechas entre los opositores de la planta atómica de que todo lo sucedido hasta entonces había sido un descanso orquestado hasta que el ejecutivo central cediera a ciertas pretensiones. El caso es que, apenas unos meses después de aquel traje legal diseñado a medida, Nuclenor solicitó la puesta en funcionamiento de la planta, esta vez para trabajar hasta los 61 años, y el Consejo de Seguridad Nuclear sólo le pidió a cambio el cumplimiento de 22 requisitos de seguridad, amén de las obras demandadas por la UE.
Esa labor concluyó, según Nuclenor, a finales del año pasado, en un sprint que coincidió con las elecciones generales. Hubo quienes pensaron que la intención era contar con el visto bueno del Consejo de Seguridad Nuclear antes de los comicios para evitar que un cambio de color en el Gobierno de España diera al traste con los planes de Garoña. No obstante, ahora que Iberdrola, parte al 50% de Nuclenor, ha dejado caer que la intención es mantener cerrada la planta, el guión del culebrón vuelve a quedar abierto.
El responsable foral anunció el pasado 10 de noviembre una de las últimas medidas de la Diputación contra Garoña, la elaboración de un informe para recurrir la declaración de impacto ambiental favorable al almacén de residuos.
El primer edil mostró su preocupación al conocerse el visto bueno del CSN a las reparaciones exigidas en la planta.