La catedral de María Inmaculada, en su toda su grandeza y solemnidad, era el marco perfecto para un día como el de ayer, pese a su pecado original, el hormigón escondido tras las losas de piedra que sostiene a un edificio mucho más reciente de lo que los turistas se imaginan. Daba igual, de cuando en cuando el sol se filtraba por sus coloridas vidrieras y hacía florecer al templo, y las armonías del coro rebotaban en sus paredes, columnas y bóvedas, haciendo de la concatedral vitoriana la caja de resonancia de un instrumento que sonaba a mayor gloria de Dios. De Dios y de Juan Carlos Elizalde.

En sus tres naves se apelotonaban miles de fieles, centenares de curiosos y decenas de autoridades, y arriba, con la imagen de Cristo crucificado presidiendo el altar, la plana mayor de la Iglesia Católica española aguardaba a escuchar las palabras del nuncio apostólico en España, Renzo Fratini, encargado de conducir la ceremonia en su calidad de embajador del Papa, que a fin de cuentas ha sido quien ha decidido que este navarro de Mezkiriz, euskaldun y en la mitad de la cincuentena dirija al rebaño de Francisco en suelo alavés.

Antes de tomar en sus manos la mitra, el báculo, el libro de los evangelios y el anillo episcopal, Elizalde era acogido por quien durante veinte años ha representado con estos objetos materiales al poder divino en el territorio. “Sé bienvenido, hermano Juan Carlos”, decía el obispo saliente, Miguel Asurmendi, en su última intervención como máximo responsable de la Iglesia católica en Álava.

Durante más de dos horas, Elizalde acaparó las miradas en el templo. Primero, sentado y reflexivo, atento a la homilía de Fratini. “Nos, sentado en la cátedra de Pedro, te nombramos obispo de Vitoria, con todo los derechos y obligaciones”, decía el nuncio en un español de sabor italiano, y citando al Papa argentino.

Hoy precisamente se cumplen tres años desde que Bergoglio se convirtió en el sucesor de Pedro, recordó Fratini, que de inmediato impuso a Elizalde la tarea que le encomienda el Papa. “Amar particularmente a los pobres, a los débiles y a los enfermos” es el deber que tiene el nuevo obispo, y así lo asumió el prelado. “¿Os animáis a que sigan siendo los pobres, los parados, los inmigrantes, los marginados, los enfermos, los últimos, el corazón de la Iglesia de Vitoria?, dijo a los religiosos presentes en el templo, a quienes también animó a “reiniciar un camino de paz y reconciliación en nuestra tierra desde la oración y las iniciativas audaces”.

Antes, Elizalde había pasado por todo el ritual que implica recibir el báculo. Se le impusieron las manos y se tumbó delante del altar mientras el ceremoniante citaba a los santos, antes de ser nombrado oficialmente obispo ante todos los presentes. Había en la catedral mucha gente mayor, también familias con niños pequeños, gente mayor de sobria vestimenta y adolescentes ataviados aún con el pantalón corto de baloncesto, recién llegados el patio del colegio. Monjas y turistas, frailes e inmigrantes católicos que componen la nueva Gasteiz, el público era ayer heterogéneo y la expectación enorme. Una unidad móvil y tres cámaras recogían un acto protegido por la Policía Local y la Ertzaintza, al que por su dimensión hubo que asignar una ambulancia de la Cruz Roja. Con buen criterio, además, pues en plena invocación a los santos una mujer cayó al suelo y hubo que sacarla de la catedral en camilla. Nada grave, pues para cuando Elizalde intervino ante sus nuevos feligreses la señora ya se había reincorporado a la celebración.

El “indigno, pequeño y pobre” sacerdote, desde el altar, abría mientras tanto su corazón “de par en par” a los vitorianos.