Lo que le pasa a Ainhoa Astigarraga es sólo un capítulo más en la durante mucho tiempo encubierta historia de los guetos escolares de Vitoria. Madre que cree en la escuela pública por su diversidad, por sus valores, por sus profesionales, porque es un reflejo de la sociedad, matricula a su primer hijo en el centro del barrio, un aula con un 30% de alumnado inmigrante, y dos años después, al apuntar al segundo, descubre que aquel 30% es ahora de estudiantes autóctonos, el resto sufre para avanzar porque ni siquiera sabe hablar castellano, aún menos euskera, y faltan recursos para facilitar la adaptación. Lo cuenta con emociones acaloradas, mezcla de sufrimiento, tristeza y rabia. La Administración debería de haber tomado medidas antes para evitar la segregación. “Era su responsabilidad”, dice. Pero con el argumento de la libertad de elección y unas normativas que en realidad la impedían, la ola fue creciendo hasta estallar contra la orilla y arrasar el espíritu del sistema.

Y ahora, las cifras dan cuenta de una situación límite. De los treinta colegios públicos de Infantil y Primaria de Vitoria, el porcentaje de niños extranjeros supera el 30%, índice a partir del cual los expertos alertan del peligro de que se creen guetos. Y de esos, en siete supone el 50% en muchos cursos y alcanza el 80% en algunas aulas. Justo al contrario que en los concertados, salvo un caso. Por eso treinta Ampas de la red pública, sindicatos, colectivos y asociaciones de personas inmigrantes se han unido para retirar la cortina, mostrar un panorama que en ninguno de los dos extremos contribuye ni a la integración ni al conocimiento mutuo ni a vivir la diversidad en clave positiva, y forzar respuestas para revertir el proceso de segregación. Habrá casos tan cronificados en los que será menos fácil, pero tienen claro que “nos encontramos ante un reto y el futuro dependerá de cómo lo abordemos”. Lo que todas estas personas quieren es una sociedad cohesionada, donde la presencia de distintos orígenes, culturas y costumbres “sea fuente de riqueza, no de exclusión, como está pasando ahora”. Lo saben bien porque muchas de ellas lo viven desde dentro. Como Ainhoa, que además es andereño, Maite Huarte, miembro de una de las Ampas, y Xabier Montiel, director de un centro.

Los tres se han sentado a la mesa con DNA, en representación de la plataforma, para hablar muy claro de los orígenes de la segregación y de cómo está afectando ahora. Xabier toma la palabra para asegurar que el proceso comenzó “hace muchísimo tiempo”, condicionado por los modelos lingüísticos. Las personas inmigrantes optaban de forma mayoritaria por el A, lo que provocó altas concentraciones en determinados centros. “Pero fue hace cinco años cuando empezó a notarse en toda la red pública”, asegura el director, “auspiciado por la propia normativa, que separa desde una perspectiva socioeconómica”. Al puntuarse el acceso a un centro, se premian las rentas bajas y disponer de ayudas sociales, lo que hace que tengan preferencia las familias que han venido de fuera, casi todas ellas, para su desgracia, en situación de gran precariedad. “Y cuando entra el primer hijo, seguramente también lo hará el segundo, el tercero...”, afirma. Y así es como las personas de origen vitoriano, más o menos humildes, se ven abocadas a convertirse en la excepción de un gueto en continuo crecimiento o acudir, aun sin quererlo, porque no es como entienden el sistema educativo, a colegios concertados.

“Y a eso hay que sumar algunos factores más”, apuntilla Xabier. A uno de ellos lo llama el fenómeno social. “La gente quiere sentirse arropada, protegida y para conseguirlo tiende a ir donde sus iguales, aunque eso a la larga sea perjudicial”, señala. Maite asiente y continúa con la lista, en la que las características de los centros concertados tienen mucho que ver. “Está como arraigado que son colegios cristianos, que no puede haber otras confesiones y eso no lo pone en ningún lugar. En ese sentido, sería importante hacer una reflexión sobre la asignatura de Religión. Viviendo como lo hacemos en un estado laico, ésta debería salir de la escuela y pertenecer a la vida personal de cada cual”, afirma. Y luego está la cuestión de las cuotas. “Tener que pagar 80 euros al mes, uno tras otro, hace que, automáticamente, muchas familias que no tienen el dinero o que han de gastarlo en otras necesidades descarten la opción”, asegura. Y aunque se trata de centros privados, ella y sus compañeros tienen claro que la Administración, ya que los subvenciona con dinero público, de todos, debería decir o hacer algo. “Porque las consecuencias”, añade, “son evidentes”. Se crean dos escuelas: la de los ricos y autóctonos, la de los pobres e inmigrantes.

Una dicotomía que, para colmo, está sufriendo el remate de las matriculaciones fuera de plazo. Xabier explica que la mayor parte del alumnado que llega cuando sonó la campana está siendo derivada a escuelas públicas que ya tienen una alta concentración de inmigrantes porque “es en ellas donde en un momento dado pueden crearse plazas”, por la movilidad que caracteriza a esta parte de la población. Ainhoa cuenta su propio caso, el de su segundo hijo, el que entró en un aula con un 70% de niños y niñas de origen extranjero con un estatus social, económico y cultural muy bajo. “En un mes, había siete niños nuevos. El segundo año, era un aula irreconocible. Txikis que además no sabían ni castellano ni euskera, que no habían estado hasta entonces escolarizados, y a lo largo del curso hasta once fueron yendo y viniendo”. Una situación “insostenible” que ella vivió con “mucha preocupación”, tanto por aquellos críos como por la manera en que afectaba a la gestión del aula.

“Es una labor muy complicada de por sí, pero aún más por la falta de recursos que sufrimos”, afirma Xabier. La única ayuda institucional que se ofrece a la escuela pública para facilitar la adaptación y el aprendizaje del alumnado inmigrante es el refuerzo lingüístico. Esto es, un profesor, uno para cada cuatro chavales normalmente, que imparte cinco horas a la semana de -principalmente- euskera “a lo largo de 18 meses, lo justo para que puedan expresar necesidades, estados de ánimo o entablar relaciones sociales”, pero no como para seguir con facilidad las clases, desarrollar así su vida. “Y no hay nada más”, continúa el director, incapaz de ocultar su impotencia. El proceso de segregación no deja de crecer, “en mi centro estamos en el 30% aún pero la tendencia es al alza”, y ya no sólo es que las instituciones no proporcionen más recursos humanos y económicos para afrontarlo allí donde más enquistado se encuentra, es que han metido tijera. “Ha habido recortes, un aumento del ratio de estudiantes por aula, ha crecido la inestabilidad del profesorado, cada vez más docentes interinos que van de un lado para otro...”, recrimina Maite. Por eso tanta gente ha dado el puñetazo en la mesa, porque “algo se tenía que mover ya”.

En un mes, la plataforma ha conseguido un gran triunfo. “El Gobierno Vasco ha pasado de decir que el problema no existía a, según señaló la consejera, que no es un problema baladí”, recuerda Xabier. Los datos están ahí y son del propio Departamento de Educación. No iba a poder negarlos. Y eso que, según apuntilla Maite, mientras sus dos interlocutores asienten, “la situación es peor”. Al parecer, en las estadísticas no aflora la realidad al completo porque “no tienen en cuenta como alumnado inmigrante a todas esas criaturas de dos o tres años que han nacido aquí y poseen la nacionalidad española porque para adquirirla basta con que lleven un año de residencia, pero han vivido al amparo de sus familias sin una integración efectiva”. Y aunque el maquillaje aguanta sobre el papel, al entrar en las aulas desaparece. “Sabemos lo que hay, cómo nos afecta en la gestión, en la relación con las Ampas, al organizar actividades... Y mejorar la situación una cuestión de voluntad política”, sostiene el director.

Ainhoa, en cualquier caso, no pudo arriesgar más. Tras varias solicitudes rechazadas, finalmente ha logrado que su hijo mayor entre en la ikastola pública que siempre estuvo en la cima de sus preferencias. “Aunque él estaba bien en el colegio, era un aula muy bonita, diversa, lo he sacrificado para que el segundo tenga más oportunidades de conseguir plaza y salir de allí. No es una situación adecuada. De hecho, tuve un tercer hijo, una niña que ahora tiene un año, y no me atreví a meterla en el mismo centro, así no”, confiesa. ¿Y en el futuro? “Ojalá”. Los tres quieren pensar que la escuela pública puede volver a ser lo que fue. Inclusiva. Transformadora.