Es una mañana cualquiera en Vitoria. Llueve. Hace frío. Las calles se despiertan entre gente que acude y regresa del trabajo, que va de compras, que pasea, que charla en la barra del bar, que lee la prensa, que habla del tiempo. Una interrelación que fluye con aparente naturalidad, gracias a códigos de convivencia perfectamente interiorizados, donde la vida se desarrolla de tal forma que, a no ser que suceda algo gordo, todo lo que pasa parece lo normal. Sólo que lo normal no siempre es normal. Con cada latido, suceden pequeñas cosas, parte intrínseca del día a día de las relaciones sociales y personales de la ciudad, que perpetúan la hegemonía masculina y la sumisión femenina. Se trata de detalles que, de lo asimilados que están, a veces ni las mujeres son capaces de percibirlos. Y si lo hacen y no los dejan pasar, habrá quienes las tachen de amargadas. Machismo silente que brota en cualquier momento, en cualquier parte. Que escribe historias como las siguientes, basadas en hechos reales.

Natalia sale del portal. Justo encima tiene unos andamios. Los obreros están arreglando la fachada. Dos la miran de arriba abajo. Escáner total. Lo nota y acelera el paso. Unos metros después, le gritan “guapa” y “estás para comerte”. Ella se incomoda. No mira hacia atrás. No contesta. Cuando llega al trabajo, en una conversación sobre el Día Internacional de la Mujer, cuenta la anécdota. Un compañero le dice que no se exceda, que lo único que han hecho los obreros es ensalzar su belleza, que a él le encantaría que le piropearan por la calle, que le subiría la autoestima. Natalia no sabe qué pensar. Sólo tiene claro que los halagos le gustan y esta vez se ha sentido violenta. Presionada por las miradas y el lenguaje. Pequeña. Y no ha sabido reaccionar. Y eso no es normal.

Miren se pregunta lo mismo, “¿esto es normal?”, mientras mira al mecánico en pleno discurso sobre latiguillos, pastillas y discos. La joven llevaba varios días notando que los frenos del coche no iban bien y al fin ha ido al taller. Lo ha hecho con su novio, que le ha seguido por detrás con su vehículo. Así podrá dejar el suyo arreglando e irse en el de él al híper para hacer una gran compra semanal. El caso es que han entrado juntos en la nave, ella ha tomado la palabra... Y, al terminar, el tipo del mono azul se ha girado hacia el chico y le ha empezado a hablar a él. Miren suspira. Piensa que los hombres “nunca cambiarán”. Luego se pregunta si el problema no está en las mujeres, por permitir gestos así. Le entran ganas de interrumpir al mecánico y advertirle. Pero lo deja pasar. Decide que prefiere que la conversación no se ponga tensa.

Beatriz, por contra, se siente excesiva e incómodamente protagonista cada vez que acude al pediatra con su pareja y su hija enferma. El médico siempre se dirige de forma directa a ella para explicarle el estado de salud de la niña. Le entran muchas ganas de decirle al doctor que se distribuye el peso de la crianza a partes iguales con su marido. Pero se calla. En otras ocasiones la han acusado de “falta de apego” porque continuó su desarrollo profesional. Y ha llegado a sentirse mal, a preguntarse si no debería haber renunciado a su empleo -no había opción de excedencia- para alargar el contacto piel con piel, seguir dando el pecho, preparando ricas comidas en casa. Se lo han insinuado incluso algunas amigas, las mismas que, cada dos días, preguntan a la soltera del grupo cuándo se va a echar novio y tener hijos. Que “se te va a pasar el arroz”, le dicen con sorna.

Es una de esas expresiones que no existen para los hombres. Como el “mujer tenías que ser”, frase típica en la carretera que incluye variantes condescendientes como “guapita”, “bonita” o “pobre torpe”. Joane, txirrindulari diaria, las sufre ya no sólo cuando tiene algún encontronazo con conductores sino también con bicicleteros. Sin embargo, ella es de las que no se calla. Ha detectado en algunos de sus compañeros de dos ruedas actitudes que, de lo ridículamente machistas que le resultan, no puede pasarlas por alto. Una de las habituales se da cuando está esperando a que un semáforo se ponga verde y llega un ciclista. En muchas ocasiones sucede que se coloca en paralelo a ella para adelantarla cuando cambia el color del disco, y no porque vaya más rápido. Después es Joane la que debe frenar o adelantar por la izquierda. También le pasa que cuando un hombre, “normalmente son jóvenes”, percibe que tiene a alguien detrás y ve que es mujer, acelera el ritmo para no ser alcanzado.

Lo hacen sin darse cuenta de su mal entendida masculinidad. Como cuando Javier proclama delante de sus amigos que su mujer es “la que lleva los pantalones” pero que él ayuda en casa, creyéndose que lo primero es sinónimo de girl-power y lo segundo de igualdad. Tampoco faltan las conversaciones sobre “lo listo y cabroncete” que es Rubén, que tiene dos móviles, uno para la esposa y otro para la amante. Luego, al llegar a casa, su mujer siempre le pregunta si Rubén continúa viéndose “con la misma guarra”. También la hija de ambos usa ese calificativo para referirse a la compañera de instituto que le “robó” a su chico. Incluso ella dice de las mujeres que “son malas por naturaleza y se aprovechan de esos pobres que sólo piensan con la polla”. Y así al final pasa lo que pasa, que cuando algo es aburrido es un coñazo y cuando es bueno, cojonudo.

Los estereotipos sexuales abarcan conductas, pensamientos, expresiones y hasta configuran espacios. Cada vez que María va con su pareja y su bebé al centro comercial tiene que ser ella la que renueve los pañales porque el cambiador está en el servicio de mujeres. Cuando Itxaso acude con el marido y su hijo de siete años a la piscina del centro cívico, si el vestuario familiar está lleno, el niño entra al femenino con ella. Por contra, nunca o rara vez se ven niñas en el de los hombres. Ella se pregunta si es porque las madres “siguen bañando y vistiendo a los hijos más que ellos”, si es porque son “más controladoras” o porque “se ve diferente la genitalidad femenina que la masculina”.

Y así pasa un día y otro y otro. Y Karmen se molesta porque, al pagar una cuenta en un restaurante, las vueltas se las dan a su marido. Y Sara, al llegar a una reunión con su secretario, ha de aclarar a la gente que la jefa es ella. Y Eva, cuando al fin se decide a pintar el dormitorio infantil, lo hace de verde, no vaya a ser que la niña al final sea niño “y se traumatice con el rosa”. Y el equipo de natación sincronizada pierde la plaza a los Juegos Olímpicos y los diarios deportivos le dedican una pequeña esquina a la izquierda en la portada porque lo importante son los partidos del Barça, el Real Madrid o el Atleti, en una liga que se celebra todos los domingos.