La rabia de Eva Barroso no grita. Resbala, salvo cuando se le encoge la garganta, sobre una voz dulce. Tan dulce, tan dolorosamente dulce, que la gente se rompe al oír su historia, la de un hermano que murió asesinado el 3 de marzo de 1976 con sólo 19 años al salir en defensa de una madre y una hija a las que los grises estaban apaleando, el joven de grandes ojos verdes de Errekaleor llamado Romualdo. Es un relato de vida, de muerte, de reivindicación, que clama justicia. Y que da las gracias, ¡las gracias!, porque al fin ha habido condolencias institucionales. Por primera vez en cuarenta años, la Corporación municipal ha tenido la dignidad de aparcar las siglas para unirse y recibir en la Casa Consistorial a una pequeña representación de víctimas y familiares de la masacre más terrible de Vitoria, para reconocerlas, homenajearlas y prometerles que luchará por ellas. “Hemos tenido que esperar al alcalde del año 2016 para obtener el pésame del Ayuntamiento. Nos sentimos reconfortados. Lleva paz a los nuestros”, dice Eva delante de todo el mundo, ante el micrófono del salón de recepciones, con esa suavidad que despedaza el alma.
Hay ojos devorados por las lágrimas, estómagos encogidos, pieles que se erizan. Una sala entera unida por la pena, el coraje y la impotencia tras cuatro décadas de impunidad para quienes dieron la orden de sembrar el terror aquel miércoles de ceniza atípicamente caluroso en toda la ciudad y atacar la iglesia de San Francisco de Asís de Zaramaga, donde miles de trabajadores celebraban una asamblea en la tercera jornada de huelga general. “Mi padre siempre nos decía que con la verdad por delante se va a todas partes”, apunta Eva, que tenía siete años cuando su vida se partió en dos, “y si digo que lo que pasó ese día fue la mayor masacre de la historia de Vitoria digo la verdad”. La Guardia Armada gaseó el templo para que la gente saliera y, tras conseguirlo, disparó más de 2.000 balas. Acabó con las vidas de Romualdo Barroso, Pedro María Martínez de Ocio, Francisco Aznar, José Castillo y Bienvenido Pereda. Dejó viudas, hijos huérfanos y padres desconsolados. Hirió a cientos de personas. Celebró el ataque.
Y ésas son cosas que no pueden olvidarse. Nerea, sobrina de Pedro María, cita una frase de Campanades a morts de Lluis Llach para advertir. “Les perseguirán nuestras memorias para siempre”. Y tal vez, un día, también lo hará la Justicia. Es lo que reclama la Asociación Víctimas del 3 de Marzo. “Y si el Ayuntamiento de Vitoria abre una causa penal en los juzgados y se persona en la querella argentina contra los crímenes del franquismo, será un gran paso para que el reconocimiento de hoy sea efectivo”, subraya la joven después de que el alcalde, Gorka Urtaran, haya admitido que la presencia institucional -están también el diputado general de Álava, Ramiro González, y la directora de Víctimas y Derechos Humanos del Gobierno Vasco, Monika Hernando- y el cariño de la sociedad vasca “no son suficientes”, que es preciso que el Estado depure responsabilidades.
Conchi, obrera huelguista en 1976, novia de un trabajador de Esmaltaciones al que los policías hirieron de un disparo en el brazo cuando trataba de despistarlos para que los compañeros salieran indemnes de la iglesia, asiente con emoción incontenible. Y aplaude, mucho, cuando los familiares de los asesinados reciben placas conmemorativas. “A su memoria, como muestra de cariño, solidaridad y cercanía”, rezan todas. El acto finaliza así, con el reloj marcando poco más de las diez y media de la mañana, pero el reconocimiento oficial continúa. “¡El autobús espera detrás de Correos!”, grita, para la sala, una responsable del gabinete de prensa del Ayuntamiento. El destino es el monolito en homenaje a las víctimas del 3 de marzo, situado frente a la iglesia de San Francisco de Asís. Rápidamente, el urbano se llena. Van las personas homenajeadas, todos los concejales, el alcalde, el diputado general, los medios de comunicación... Es un trayecto lleno de conversaciones, marcado por una causa común que parece desdibujar ideologías. Sólo al llegar a Zaramaga, la importante presencia policial revuelve a algunas personas. Dicen que puede haber altercados por la tarde, tras la manifestación, “por los chavales de siempre”.
El cielo empieza a llorar con el inicio de la ofrenda floral en el monolito, donde se han sumado nuevos asistentes. Están el secretario de Paz y Convivencia del Gobierno, Jonan Fernández, sindicalistas con las banderas ondeando, más representantes de partidos políticos, vecinos y gasteiztarras que, aun ajenos a asociaciones, viven con intensidad cada 3 de marzo porque también lo sufrieron. Antonio, un empleado de 24 años de la Torrot cuando todo pasó, no se puede arrancar de la cabeza aquel día. Su novia entraba a trabajar a las dos de la tarde en el Hospital Santiago. La acompañó porque tenía miedo. “Los grises mandaban bajar las persianas de las casas mientras disparaban pelotas de goma a las ventanas para evitar que la gente mirase. Y los que no apuntaban a las ventanas se afanaban en perseguir a los trabajadores que veían por la calle”, evoca. Ya a esa hora el ajetreo en Urgencias era tremendo. Entraban más y más heridos. Él volvió a casa, descansó y marchó a la iglesia. Pero no llegó a entrar. La Policía Armada ya había iniciado el desalojo, por la fuerza, con botes de humo.
Antonio oyó disparos, pero no sería hasta más tarde cuando se enteraría de los asesinatos. La viuda de José Castillo, entonces madre de 32 años con un hijo y una hija, también tardó en recibir malas noticias. “Yo estaba en casa. Mi marido llegó vivo al hospital. Dio el teléfono y por la noche me llamaron. Falleció al día siguiente”, cuenta, con la voz trémula. Fue la despedida más terrible. “Han pasado muchos años, pero no se olvida. Lo revivo cada día”, admite. Y ahora que está en Vitoria para el reconocimiento, porque al poco de la masacre regresó a su Salamanca natal con la familia para no volver, “aún es peor”. Sin embargo, la impotencia por la impunidad pesa tanto que es capaz de sobreponerse al dolor. “Y dentro de lo que cabe hubo suerte. Sólo mataron a cinco. Podrían haber sido más”, apostilla Nerea.
El sindicalista de Torrot fue uno de los afortunados. Cuando volvió al hospital a recoger a su novia y trataban de volver a casa en el coche del marido de una compañera, se toparon en Portal de Villarreal con un cordón policial disparando “fuego real con ametralladoras”. Al girar sobre sus propios pasos, unos grises les dieron el alto y les mandaron bajar a los cuatro. Nerviosos, balbuceantes, abrieron de brazos y piernas a los hombres contra el vehículo y les apuntaron con una pistola en la sien mientras les cacheaban y los interrogaban. Al final, les dejaron ir. “Un milagro”, reconoce Antonio, justo cuando alguien grita al aire Herria, ez du ahaztuko y la multitud, con una sola voz, le sigue.