El portal 17 de la calle San Vicente de Paúl da paso a una empinada cordillera de peldaños. Aún no hay ascensor, pero será cuestión de tiempo. En el edificio habitan vecinos de más de 70 años, así que parece que no hará falta el acuerdo de la junta de propietarios para instalar el elevador y que cada cual pague lo que corresponda. Desde 2003, la ley ampara a la Tercera Edad. Y, sin embargo, el hijo de quienes solicitaron la obra, un hombre de 78 otoños largos que sigue latiendo gracias a un triple baypass y su mujer, de la misma edad y con los huesos frágiles por culpa de la osteoporosis, no puede reprimir la sensación de disgusto.

Tras años de debate para tratar de lograr el consentimiento de todo el mundo, para evitar que las relaciones se enturbiaran, sigue habiendo cuatro votos a favor y tres en contra. Y dos de los noes corresponden a una comunidad de monjas, propietarias de la lonja contigua, y a un sacerdote que reside en el primer piso. Por eso ha decidido hacer pública su denuncia. No le entra en la cabeza que “quienes predican caridad no la tengan con dos personas mayores y no les quieran facilitar lo que les queda de vida”.

Cuando Carlos Antía presenta el caso, entre molesto y desconcertado, resulta inevitable pensar en ese tópico literario tan popular derivado de un pasaje de Don Quijote de la Mancha. “Con la Iglesia hemos topado”. Él mismo lo suelta en un momento de su relato, sólo que esta historia no tiene nada de simpática. Hace ya tres años, con los primeros achaques de sus padres, que la comunidad de vecinos se planteó la instalación de un ascensor para salvar una escalera que resulta interminable. “Es de ésas que tienen un primer tramo bastante largo hasta que llegas al descansillo y luego hay que continuar. El tercer piso, que es la máxima altura del edificio, es como un cuarto o más”, explica. El debate fue alargándose porque, para acometer ese proyecto, antes había que reformar la fachada y el tejado de acuerdo a la normativa establecida para los edificios de más de cincuenta años. Y ahora que al fin ha llegado ese momento -los andamios fueron retirados hace tan sólo unos días-, el clima de tensión se ha disparado.

El proyecto del ascensor es indiscutiblemente caro: 18.000 euros por vecino. “Es mucho dinero, eso no se puede negar”, reconoce el propio Carlos, “pero no se trata de un capricho”. Su padre trata de mantenerse activo aun cuando el cuerpo grita. “Sube y baja las escaleras al menos cuatro veces al día porque le gusta moverse, estar con los nietos...”, explica Carlos. También su madre procura seguir en forma. “Va a taichi con las amigas”. Se le nota orgulloso. Y es para estarlo. Otros abuelos prefieren no afrontar sus limitaciones y apoltronarse en el sofá hasta darle forma. Pero cuidado. Su aita sufre una insuficiencia cardíaca del 47% y hace unos meses perdió un ojo por un tumor. Y para ella, caerse por esa larga espiral de escalones, por un gesto torpe propio de la edad, por un tropiezo tonto, podría ser fatal. “Necesitan el ascensor. Si fueran de los que se quedan en casa... Pues no habríamos insistido”, asegura el hijo. Por eso no entiende que las monjas y el sacerdote sigan sin dar su brazo a torcer, más aún cuando ellas pusieron en su convento ascensor para facilitar la movilidad de las hermanas de más edad y montacargas para subir las compras. Según dice, todo lo que alegan es que “el gasto es muy importante”.

El dinero siempre es origen de conflictos. Las dominicas, amén de tener a su cuenta varios de los locales de la calle, algunos de ellos alquilados, han sabido aprovechar sus recursos para modernizar su casa. Se trata del convento de Santa Cruz, el más antiguo de Vitoria, fundado allá por el siglo XVI. Además, en 2007, con motivo de su 800 aniversario, sacaron por primera vez a la luz el patrimonio artístico y devocional que la congregación había atesorado durante siglos. Con esa exposición pudo saberse que cuenta con setenta interesantes piezas entre las que destaca, por su valor excepcional, una colección de tallas barrocas articuladas de santos, vírgenes y niños de vestir. “Así que no sé si tendrán dinero o no, pero...”, apuntilla Carlos, dejando el final de la frase en puntos suspensivos. Por eso este diario acudió a la madre superiora. Para que los rellenase. Y ella accedió.

Su versión, en lo que se refiere a la evolución de los hechos, no difiere en nada de la de Carlos. Ahora bien, la madre superiora tiene claro que cuenta con argumentos sólidos que justifican su negativa. “No se trata sólo de una cuestión económica”, matiza. “Nos hemos puesto de parte de los dos vecinos que han dicho no porque, por encima de todo, supone un perjuicio personal para ellos, que no salen de casa y creen que la obra es descabellada. De hecho, hubo un arquitecto que dijo que la propuesta está absolutamente desmadrada para un edificio de tres plantas y supone una importante alteración del inmueble”, afirma. Al preguntarle si oponerse al ascensor no supone entorpecer la calidad de vida del matrimonio, la dominica duda antes de hablar. Pero, enfadada por que alguien cuestione la solidaridad de la congregación, acaba soltándose. “Nosotras tenemos ascensor porque hay hermanas muy mayores que lo necesitan. Pero estas personas no tienen buenas intenciones. Se dice que lo que quieren es revalorizar el edificio, vender la vivienda e irse a otra”.

Carlos, sin conocer esta acusación, cuenta que sus padres se llegaron a plantear poner a la venta el piso en el que llevan desde hace más de cincuenta años sólo por no tener que enfrentarse a las monjas y al sacerdote. No querían problemas. Les duelen las malas caras. Pero hoy en día resulta casi imposible desprenderse de una casa a un precio lo suficientemente razonable como para trasladarse a otra adaptada a las necesidades de accesibilidad de una persona mayor sin pagar mucho más de lo que cuesta la instalación de un ascensor. Y además, “¿por qué iban a tener que sacrificarse si sólo están pidiendo algo que necesitan y que es legal?”. Por eso su hijo les animó a seguir adelante con su decisión y dar a conocer la historia. “Ellos han vivido aquí siempre. Aquí hacen las compras, todas, van al centro cívico... Y yo deseo que lo hagan el tiempo que les quede en las mejores condiciones posibles”, subraya.

Y sí. Carlos reconoce que se habría guardado el conflicto para sí si la negativa hubiera llegado del carnicero de la esquina o de un vecino operario de fábrica. Si dio el paso de acudir a este diario ha sido porque quienes se han opuesto al proyecto del ascensor son personas a las que se les presupone “vocación de servicio” hacia los necesitados, enfermos y pobres. Miembros de una Iglesia que contempla la caridad como una de las tres virtudes teologales de la religión cristiana. Un amor desinteresado que se traduce en auxilio para quienes se encuentran desamparados. “Lo que tienen que hacer es mirar bien qué es la solidaridad”, responde la madre superiora. Según relata, su congregación realiza “una gran labor sumergida”, que no se ve y de la que nadie suele hablar. “Ponemos pisos a disposición de inmigrantes, los destrozan, los reponemos de nuestro bolsillo y no les exigimos nada”, ejemplifica. Por eso, le parece “lamentable” que este hombre haya hecho pública la historia.

Y a partir de ahora... La dominica reconoce que su orden no va a declararse insumisa ante una normativa que no le da la razón, pero advierte de la fuerza que está adquiriendo el movimiento que insta a modificarla al considerar desproporcionado que las lonjas de los bajos tengan que participar en el gasto de la adecuación de portales a cota cero. “Tenemos el 24% de la cuota de participación. Y eso significa que tenemos que pagar el 24% de un ascensor que no vamos a utilizar. No es justo”, reprocha. Pero la ley es la ley. Y por eso, tratando de ser práctica, aprovecha la llamada de DNA para lanzar una propuesta. Que la comunidad encargue el proyecto a otros estudios de arquitectura por si pudieran llegar propuestas menos costosas. “Eso lo apoyaríamos”, asegura. Y así finaliza la conversación. Hablando de dinero.