Fueron ocho años de asesinatos, torturas y violaciones, de éxodo, hambre y destrucción, de miseria y vergüenza. De horror. Un atropello sin límites a los derechos humanos, provocado por las diferencias étnicas, que se llevó por delante más de 130.000 vidas, que forzó a casi dos tercios de la población a escapar de su hogar. La mercadotecnia política afinó su puntería con abyecta precisión. La ONU no supo, o no quiso, estar a la altura de las circunstancias, como una caricatura de sí misma en su papel mediador. La barbarie devoró durante demasiado tiempo cualquier viso de paz. Los telediarios y la prensa se alimentaron de ella. Al final, la conciencia de Europa convulsionó. Y cuando todo acabó, cuando la violencia cesó, lo que quedó fue otra cosa. Un remiendo lleno de cicatrices: la vieja Yugoslavia convertida en un puzzle de nuevas piezas obligadas a olvidar el pasado, a encajar. Y lo hicieron. No quedaba más opción. Pero no aprendimos. Nunca lo hacemos.

Ahora, en esta parte del planeta, la muerte y el éxodo se llaman Siria. Sus causas son otras. Los efectos, los mismos. El hombre es un lobo para el hombre, que decía Hobbes. Y aun así, también esta vez, en el que va camino de ser el conflicto bélico con mayor expectación internacional desde la guerra de los Balcanes, el hombre se acuerda de que puede ser un salvador para el hombre. Mientras el stablishment europeo se resistía a tomar decisiones, instituciones locales y sociedad civil anunciaban su disposición a tender la mano a las personas que escapan del terror. Entre ellas, Vitoria y Álava. No quedaba más opción. Ya en la guerra de la antigua Yugoslavia fueron lugares de acogida, en el año 1992 primero y en 1999 después, para 38 bosnios musulmanes y 21 albanokosovares. Así que volver a abrir los brazos era, independientemente de la respuesta que continúa sin llegar del Gobierno de España, un deber moral para un territorio que siempre se ha destacado por su carácter solidario. Un gesto casi natural. De ésos que no se aprenden. Que se tienen o no.

Difusas imágenes en blanco y negro de bastante antes de que Internet llegara a nuestras vidas, escaneadas a duras penas, conservan el recuerdo del 7 de diciembre del año 1992. Ese día, gracias a un avión fletado por el Comité Español de Ayuda al Refugiado, aterrizaron en Foronda 38 personas con el equipaje imprescindible, el corazón hecho añicos y la mirada clavada en la tierra que les daba asilo. Apenas unas horas antes se habían despedido de sus hogares, pueblos como Gorazde o Tuzía, en los que el horror de la contienda se estaba dejando sentir con el mayor dramatismo. En la capital alavesa se quedaron seis familias, formadas por ocho mujeres y doce niños. En Amurrio, otras dieciocho: diez adultos (en su mayoría mujeres), cuatro bebés y cuatro niños con edades comprendidas entre los tres y los dieciséis años. Las instituciones se encargaron de darles cobijo y cubrir sus necesidades fundamentales y abrieron una cuenta de ahorro en la Caja Vital para que los ciudadanos que habían mostrado su deseo de colaborar con la causa pudieron hacerlo.

Los bosnios afincados en Vitoria entraron a vivir en tres pisos alquilados por el Ayuntamiento, que había creado una comisión técnica formada por cuatro personas para coordinar todo el plan de ayuda. El objetivo siempre fue que llevaran una vida lo más natural y autónoma posible. Sólo al llegar, el Consistorio les obsequió con un programa de visitas por la ciudad. A la semana, todos ellos manifestaban su ferviente deseo de quedarse entre los gasteiztarras mientras durara la guerra. También las familias que viajaron a Amurrio agradecieron desde el principio, con tímidas sonrisas, el cariño recibido. Su hogar fue el antiguo cuartel de la Guardia Civil y desde allí, arropados por un pueblo volcado a la causa, trataron de olvidar el sonido de los bombardeos, las penurias de los campos de refugiados, el recuerdo de sus casas destruidas y sus familias destrozadas.

En el tiempo que permanecieron en Álava, cada familia de seis miembros percibió el ingreso mínimo de inserción, entonces unas 70.000 pesetas, recibió una tarjeta individual para disfrutar de atención médica en la red sanitaria y contó con asistencia educativa. Para salvar la traba del idioma, se editó un diccionario básico de serbio-croata. Además, dos profesores de la Universidad del País Vasco se ofrecieron para enseñarles las primeras palabras en castellano. Fue una experiencia pionera que demostró la capacidad de un pequeño pueblo para acoger a otro sin mirar los recursos. Antes de que aterrizaran, tanto el Ayuntamiento como la Diputación ya habían mostrado su disposición a redoblar esfuerzos si las estancias se alargaban o la guerra en los Balcanes se recrudecía. Y las palabras no se las llevó la tempestad de la contienda. Cuando llegó el momento de volver a abrir las puertas, lo hicieron para recibir a 21 albanokosovares que, desde su llegada a España, no habían terminado de adaptarse a ningún hogar de acogida. Era un grupo problemático, advertían desde las anteriores ciudades-refugio. Pero Vitoria consiguió convertirse en su última parada.

Era principios del verano de 1999 cuando esas 21 personas, repartidas en cinco familias, llegaron a la capital alavesa. Se trataba de su cuarto cambio de residencia en poco más de un mes. Venían de Ávila pensando que se les concedería una casa y un empleo, pero el Ayuntamiento de Vitoria tenía preparadas para ellas unas instalaciones dentro del edificio del Seminario. No era lo que imaginaban y pagaron su decepción negándose a entrar. Tras ocho horas de discusión, accedieron a los ruegos de los voluntarios locales. Unos días después, los malentendidos habían quedado atrás. En realidad, no habían sido más que producto de la impotencia de dejar atrás toda una vida y no ver un futuro. Porque lo único que los refugiados querían era poder trabajar para no tener que pedir nada a nadie, para poder ahorrar y, al terminar la guerra, regresar a su país y construir un nuevo presente aun con la dificultad de empezar de cero.

A través del programa de acogida preparado por Cáritas y la Diputación alavesa se les inscribió en el Inem y se mandó su currículo a todas las Empresas de Trabajo Temporal. Las mujeres encontraron empleo rápidamente, tres de ellas desempeñando labores de limpieza de oficinas, otra como ayudante de cocina y la quinta cuidando a un bebé. Ellos lo tuvieron más difícil. Al principio sólo salían contratos para labores puntuales. “Desmontando el circo y cosas así...”, contaban entonces los voluntarios. Los niños fueron escolarizados. Todos los adultos recibieron clases de castellano. Y, poco a poco, se fueron familiarizando con las costumbres vitorianas. Les costó. Eran musulmanes en el siglo XX, menos habituados que ahora a la fusión de culturas. También hubo recelos entre algunos sectores de la sociedad gasteiztarra. Pero se hicieron el hueco que merecían.

Al final, la guerra terminó. Sin perdices, pero lo hizo. Y la mayoría de refugiados regresó. Lo hizo a una Yugoslavia fragmentada, pobre de solemnidad la mayor parte de ella, con una masiva desorganización económica y una inestabilidad que persistió durante años. Pero su casa, al fin y al cabo. Porque eso es lo que todos deseamos, un hogar. Lo que ahora no tienen miles de ciudadanos sirios porque fueron arrancados por la fuerza de su país. “Nuestros muertos han quedado atrás. Muchos ni siquiera pudieron dar sepultura a los suyos, porque los cuerpos se encontraban bajo toneladas de escombros. Tuvimos que huir sin volver los ojos, para no ver nuestros hogares destruidos por los bombardeos, tratando de no mirar a los cadáveres extendidos en el suelo. Algunos estaban deformados o despedazados”, relataba hace un tiempo, entre lágrimas, una mujer en un campamento. Desde entonces, el número de víctimas mortales y de exiliados en su huida hacia Europa ha seguido disparándose, en un drama con tantas connotaciones sociales, con tantos vericuetos políticos, que las instituciones locales y la gente de bien apenas puede hacer otra cosa que preguntarse por qué y tender una mano.

Álava ha activado su fondo de emergencia para ayudar a los municipios que quieran desarrollar labores de acogida, entre ellos el Ayuntamiento de Vitoria, y el 010 ya ha registrado decenas de llamadas de vitorianos que quieren abrir sus hogares a la ciudadanía siria. Solidaridad compartida para evitar que el futuro de la humanidad muere, sin esperanza, en la orilla de una playa.