Siempre pasa igual. Con Fermín Larrea, el gasteiztarra que vive pegado a las planchas, engranajes, ejes, tuercas, ángulos y ruedas del juego de construcciones más creativo del mundo, cada reportaje finaliza con un continuará. Él mismo lo dice: “El día que no haga Meccano, malo”. Y raro será que llegue ese momento. Hace dos años, a los pocos días de haber sido operado de una terca hernia lumbar, dolorido, sin apenas movilidad, tuvo que abrir cajones y ponerse a montar. Cómo no iba entonces a cumplir su último reto, tener hecha una réplica exacta de la nueva estación de autobuses de Vitoria para la fecha de inauguración de la verdadera, cuando la única traba a la que se enfrentaba eran las apreturas temporales. Los planos de la auténtica los consiguió el pasado mes de enero. Y sólo tenía los de la superficie. Para lo demás tuvo que recurrir, como siempre, a su virtuosismo matemático. Y como siempre, consiguió su objetivo. Son ya muchas primaveras de callo, setenta y dos para ser exactos, desde que a los diez recibió su primer estuche. Y se notan. La reproducción, que está expuesta desde hace una semana en el centro comercial Gorbeia, es una inequívoca prueba.

Llegar hasta ella es casi más fácil que hacerlo a la de Euskaltzaindia. “Al entrar por el acceso principal, la primera galería de la izquierda”, nos indica Fermín por teléfono. Unos metros más allá, dentro de una sala de escaparate acristalado dedicada a organización de actividades, emerge la réplica. Es grande, mucho, más de lo esperado. “Está hecha a una escala de 1:40”, aclara su constructor. Eso supone que de largo mide 4,5 metros y de ancho 2,10, 2,25 en la zona del restaurante, ya que sobresale más hacia afuera”, matiza, siempre preciso. Eligió ese formato porque “si no se me habría ido hasta el Carrefour”, dice entre risas, pero también porque quería ocupar las dársenas con algunos de los autobuses que ha ido construyendo a lo largo de su vida, de los pocos objetos que no ha desmontado al cabo de un tiempo hechos, y todos ellos tienen una proporción de 1:10. De ahí que haya menos plazas para vehículos que en la de verdad. Trece, en concreto, aunque la superficie corresponde a las 25 originales, que la precisión es muy importante para este jubilado. Más aún con un proyecto de Meccano que le hace recordar inevitablemente, y seguro que por eso se lo ha tomado tan en serio, su kilométrico pasado de grasa, volante y carretera.

Cuando era un canijo, a la salida del colegio, Fermín procuraba evitar su casa y marchaba directo a Postas. En esa céntrica calle se ubicaba el garaje de Autobuses La Vitoriana, compañía fundada por su abuelo, propiedad entonces de su padre y suya a posteriori, donde se ponía perdido de aceite, lo que a él le gustaba. “También desde allí salían y allí llegaban los viajeros. No había estaciones como tal. Tampoco hacían falta. Teníamos sólo una línea, la Vitoria-Alsasua, que marchaba a las nueve de la mañana y regresaba a las cinco de la tarde. Y recuerdo que justo al lado estaba La Unión, que funcionaba igual que nosotros”, evoca Fermín. Más tarde, cuando se construyó la terminal de la calle Francia, todos los servicios de pasajeros se trasladaron a ese lugar. Este jubilado la conoció bien, porque además de llevar el negocio fue un chófer más de la compañía. Incluso cuando ésta se disolvió, continuó ejerciendo como tal para distintas empresas de transporte alavesas. “Tenía diez dársenas. No se necesitaba más y estaba bien. La de Los Herrán, sin embargo, resultaba muy incómoda. Y ésta... Creo que es una buena estación, aunque haya gente que le ponga pegas. En fin, ya se sabe que nos gusta criticar todo lo que se hace”, apuntilla.

De la réplica, sin embargo, no habrá quien ponga un pero. Es evidente que el trabajo ha sido mastodóntico. A ojo de buen cubero, se diría que Fermín ha usado miles de piezas metálicas, tornillos y tuercas para levantar la estructura. “En realidad, no sé cuántos, pero cuando la desmonte, que lo haré cuando finalice la exposición, los enumeraré por mera curiosidad”, confiesa. De lo que sí puede hablar someramente es del proceso de elaboración, que fue costoso. Empezó a principios de enero, sobre un caballete, tras conseguir a través de unos trabajadores conocidos de Amvisa los planos de la superficie de la planta baja. “Fui ideando las medidas, esos arcos tan característicos...”, explica. Y cuando retiró el Belén, otra de sus obras fetiche de quita y pon, de la sala donde guarda y transforma las piezas de Meccano se puso definitivamente manos a la obra. Eso sí, lo tuvo que hacer por secciones, pues de lo contrario no podría haber sacado la pieza de la habitación. Y aunque a él lo de lucir su afición le importa poco, esta obra bien merecía ser vista. “Calculé que cada 1,70 metros debía ser una parte”, aclara el abuelo, “así que a lo largo se encuentra dividida en tres partes y a lo ancho en cuatro”.

Concluida la estructura, pasó a los detalles. No se olvidó de simular las placas solares, que en la estación real se encargan de generar energía de forma sostenible. “Hay 83, que no sé si son tantas, porque no tengo la cifra exacta, pero...”, confiesa, entre risas. También buscó una cobertura que reprodujera el característico tejado ondulado del edificio, decisión que le dio algún que otro quebradero de cabeza. “Pensé en una cartulina azul verdosa, de las que venden en cualquier tienda, de 50 metros de ancho por 60 de largo, pero no me terminaba de convencer cómo quedaba. El caso es que mi hijo colgó una foto en Facebook y un amigo suyo, que vende toldos, le comentó que eso quedaba mal, me llamó y me regaló material de plástico. Lo puse ya cuando la maqueta estaba aquí en Gorbeia. Y qué diferencia”, admite. A Fermín le gusta cuidar todos los pormenores de sus obras. Por haber, hay hasta dos controladores en la zona de mandos y el restaurante, el que todavía no tiene dueño en la estación de verdad, aquí está lleno de vida. Eso sí, a su manera, con muñecos regionales “que iba comprando cuando era conductor e iba a sitios que no conocía”.

Sólo cuando se le pregunta, lo reconoce. “Sí, estoy orgulloso”. Ha sido un trabajo a contrarreloj, pero el resultado final resulta incuestionable. Es la estación de Euskaltzaindia. Y no pasa desapercibida. La clientela saca rápidamente la cámara de fotos para inmortalizarla, como tantos vitorianos hicieron con la infraestructura de ladrillo y cemento durante las primeras jornadas en funcionamiento. Tiene el encanto del juguete y la exquisitez del trabajo bien hecho. Y hasta primeros de mayo, por cierto, continuará expuesta en el centro comercial.