Igor nos lleva como un flautista de Hamelin por la estrecha orilla de los pares. La intromisión del tranvía en la calle General Álava encogió tanto las aceras que se hace difícil avanzar junto a la silla de ruedas durante las horas comerciales. Nuestro destino es el portal 10. Una montaña de escalones. En la cumbre descansa una plataforma para personas con movilidad reducida, como un parche que pide disculpas. Luego hay una puerta. Y, más allá, subiendo el ascensor, se encuentra la oficina del Instituto de Bienestar Social, con sus servicios a mayores y discapacitados. “Y también están la Oficina Universitaria, el Ministerio de Empleo, Inspección de Trabajo...”, prosigue nuestro guía. Entidades institucionales que proclaman la igualdad de derechos desde una atalaya que no garantiza la autonomía. Suena a chiste. El joven posa a modo de denuncia para la cámara junto a las escaleras. Y una mujer que parece trabajar en el edificio le pregunta qué está haciendo. “Un reportaje para DNA”, aclara, escueto. “Ya te vale”, le replica ella con severidad. Igualdad de derechos... Igor tuerce el gesto, pero no se altera. Pese a las normativas, que existen pero no siempre se cumplen, “más gente de la que creemos sigue pensando que nuestras exigencias son un capricho”. Nos lamentamos por la falta de sensibilidad. “No, es una cuestión de respeto”, apuntilla. Se trata de vivir la ciudad: de andarla, disfrutarla, beberla, utilizarla... Y quienes, como él, tienen problemas de movilidad aún no pueden hacerlo. No del todo. No por mucho.
El paseo, en realidad, empezó casi una hora antes. En el Farolón. Igor llega un poco tarde. La silla eléctrica, un tesoro que se ve muy poco por Vitoria, ha empezado a renquear. “La esperanza de vida es de unos diez años, pero nunca me duran más de cinco”, confiesa. El problema está en el motor. De vez en cuando se le para. Vuelve a suceder nada más iniciar la ruta, cuesta arriba. Cae unos centímetros. “Encima, de por sí, con estas condiciones climatológicas, derrapa más. Y si tienes una silla normal, llevas muletas o necesitas bastón, ni te cuento las dificultades para llegar hasta aquí arriba”, lamenta. El incidente le viene de perlas para recordar una de las carencias más visibles de esta parte empinada de la ciudad: la ausencia de un elemento que garantice a todas las personas con movilidad reducida el acceso al lado sur del Casco Viejo. El proyecto del ascensor del Machete lleva tiempo guardado en el cajón de las obras desechadas, “y eso que se hizo un proceso participativo y hasta un concurso de ideas con premios”. Hace unos meses el colectivo al que él pertenece, Eginaren Eginez, preguntó por el caso a la concejal de Espacio Público, Leticia Comerón. Y ésta le dejó claro que no hay intención de llevarlo a cabo. El joven se revuelve entre los reposabrazos: “Es un ejemplo muy evidente de despilfarro de dinero público, de paripé y de incumplimiento del reglamento”. Por eso, la asociación ya está barajando la posibilidad de emprender acciones legales. Sabe que el Consejo Vasco de Accesibilidad le tendría que dar la razón.
En plena calle San Francisco, Igor reflexiona sobre el significado de la movilidad reducida. “Tendemos a pensar en sillas de ruedas y casos crónicos, como mi lesión medular, pero movilidad reducida también es el ciudadano que se rompe un pie, la persona mayor con sus achaques, una joven con artritis reumatoide o una mujer embarazada”, señala. Sin embargo, la reivindicación por una accesibilidad total, de la de verdad, no termina de ser una demanda de todos. Y puede que la falta de piña esté haciendo que las instituciones relajen u obvien la norma. El joven nos enseña, unos metros más adelante, el curioso rebaje de una acera en un paso de cebra, junto a la zona del Resbaladero. Quién sabe por qué, el Ayuntamiento ha decidido volver a hacer obras en ese y otros lugares que ya habían sido pulidos a ras de asfalto creando unos laterales salientes. “Gastan dinero en algo que ya estaba bien para ponerlo mal”, recrimina el chico. Es como si las instituciones no terminaran de aprender a hacer, o no quisieran, ciudades realmente inclusivas ni les importara malgastar el erario público en el proceso. En los propios barrios nuevos, “tuvieron que repetirse los rebajes porque se habían hecho incorrectamente”. Al menos, en ese caso, a la segunda fue la vencida. “Pero no son las formas”, insiste.
Al dejar atrás el paso de peatones, Igor mira de soslayo los contenedores. Otra batalla perdida. La apertura del depósito de papel es demasiado alta para quienes van en silla de ruedas. Parecido pasa con los buzones de recogida neumática. Accionar la tapa, mantenerla abierta y meter una bolsa de basura es una odisea en sus brazos. “¿Qué costaría poner unos que nos valieran a todos?”, pregunta. No mucho más, se responde, pero la realidad es tozuda. “Gasteiz ha sido un paradigma en accesibilidad y es verdad que, a nivel estructural, de aceras, de desplazarse, no está mal, pero la accesibilidad es mucho más que eso, es disfrutar de una exposición, es usar un edificio público, es utilizar un baño público. Y en estos quince años, muchas ciudades le han adelantado por la izquierda. Gasteiz ya sólo vive de las rentas”, sentencia. La reflexión se hace patente a lo largo de Fray Zacarías Martínez. Primera parada de despropósitos: las rampas que llevan a Montehermoso, uno de esos elementos a los que les pegan el refrán de que las apariencias engañan. Las personas que van en silla de ruedas necesitan ir acompañadas si quieren usarlas porque no existen frenos, ni siquiera en las eléctricas, que puedan aguantar la pendiente. Y los ancianos suelen pasarlas canutas, al tener que enfrentarse a una superficie en continuo movimiento. “Se vendieron como una forma de garantizar la accesibilidad a la parte alta del Casco Viejo, pensadas sobre todo por ese alto porcentaje de personas mayores del barrio, pero lo único que garantizan es la comodidad entre quienes no tienen problemas de movilidad”, afirma. En las del cantón del Seminario Viejo, más recientes, el problema principal está en el propio acceso a éstas. Las escaleras de la fuente de los Patos no han sido eliminadas, lo que obliga a quienes vienen de Siervas de Jesús y no pueden salvarlas a avanzar todavía unos metros más para luego volver sobre sus pasos. Al menos, eso sí, a continuación se instaló un ascensor -tarde, pero se instaló- que cumple los requisitos. “Y que todo el mundo usa, porque a ver quién sube o baja esta cuesta”, apostilla Igor. Tres chicas jóvenes lo toman en el rato en que realizamos varias fotografías.
De vuelta por la cumbre del Casco Antiguo hacia el Ensanche, emerge en la conversación y se materializa en ladrillo y piedra otra gran obstáculo, sonrojo -debería serlo- de la Administración: las carencias de accesibilidad en edificios de propiedad municipal y espacios públicos para el ocio. Empezamos por el Escoriaza-Esquíbel y su escalón. “Hemos pedido que no se realicen eventos aquí mientras se incumpla la normativa pero no nos han hecho mucho caso. Hace poco montaron el zoco árabe y no colocaron ni una triste rampa”, señala Igor. También se obvió su petición para Villa Suso, aunque al menos aquí las obras para allanar obstáculos están a punto de empezar. Eso sí, ha costado mucho. Una demora que no resulta sorprendente teniendo en cuenta que la propia Casa Consistorial está vetada a las sillas de ruedas, que no hay baños para ellas ni el Pleno está preparado. Sólo para entrar, él tiene que hacerlo por otra puerta distinta a la principal, donde, para colmo, el timbre no está a su altura. “Eso es discriminación, como lo fue el caso de la sede de la Green Capital, el Palacio Zulueta, donde se nos ofrecía entrar por la trasera. Y también son inaccesibles, por ejemplo, las oficinas de Echanobe”, lamenta. Desde el Ayuntamiento le han dicho más de una vez que el traslado de los servicios al nuevo edificio de San Martín resolverá su queja. Una ejemplarizante manera de evidenciar que ni siquiera se plantean que alguien con diversidad funcional podría convertirse en concejal. “¿Y si sucediera? ¿Entonces se pondrían a hacer las obras?”, se pregunta el joven.
Sentirse ciudadano de segunda al realizar trámites es enojoso. Cuando se trata de ocio, mortificante. Igor nos lleva hacia Fueros, una plaza que acoge cada vez más eventos populares y culturales: exposiciones, ferias, el Mercado de Navidad... Eventos de ciudad que se convierten en exclusivos para quienes gozan de plena movilidad. “Con ese adoquín nosotros no podemos pasar”, explica. Mientras cabecea con resignación, vuelve a poner en marcha la silla -se le ha calado tres veces en este rato- y nos lleva a la calle San Prudencio. Quiere denunciar la situación del Principal, pero se le adelantan las obras de la arteria. A raíz del accidente mortal de una viandante durante la reforma de la Virgen Blanca, el Ayuntamiento elaboró una ordenanza de accesibilidad y balizamiento para garantizar el acondicionamiento de itinerarios seguros y eficaces, pero basta echar un vistazo al escenario para comprobar que “no han tardado mucho en incumplirla”. El integrante de Eginaren Eginez señala hacia un portal. “¿Y si vivo allí, cómo entraría o saldría? ¿Y por qué dejar un desnivel que puede provocar tropezones?”, inquiere. Enfadado por “la grandísima falta de respeto”, entra en el teatro. Es el fin del paseo. Por ponerle fin en algún momento, que empieza a hacerse tarde. A sus pies, escalones. “Y sí, hay una plataforma, pero es un parche. Hace falta alguien que la active, puede estropearse y... ¿Si hay un incendio? ¿Alguien va a aparecer para ponerla en marcha?”. Para colmo, en el interior sólo hay plazas para movilidad reducida en el palco, y al mismo precio que las normales. Algo parecido sucede en el nuevo Buesa Arena. Apenas dispone de seis plazas, cuando les corresponderían cien, y se ubican en los pasillos, en plenas corrientes de aire, aunque cuestan lo que una butaca. Lógicamente, Igor ya no es socio.