La última vez que José Manuel, Alfredo, Tomás, Álvaro y Vicente compartieron tiempo en la Catedral Santa María llevaban albas blancas. Llegaron, como siempre, en el cuatro latas del párroco de Desamparados, apiñados, con los ciriales asomando a través del techo abierto, algunos vestidos, otros con los ropajes en la mano, como pelotas arrugadas. Rara vez duraba el planchado exquisito de la Madre Gómez. Hoy, al cruzar juntos el pórtico, los recuerdos dibujan un pasado de vivencias difusas y de emociones prolijas. Han pasado muchos años, veinte en total, desde que el faro religioso del Casco Viejo cerró al culto para enderezar sus columnas retorcidas. El lugar ha cambiado. Y, a la par, sigue siendo el mismo. A los cinco les sucede igual. "Esas vivencias influyeron en nuestras vidas para siempre", confiesan. Ellos fueron los últimos monaguillos de la vieja catedral vitoriana, testigos juveniles de un patrimonio único. Un honor del que se enorgullecen y que aflora más que nunca en la cuenta atrás de la reapertura del templo gótico a la actividad litúrgica. Será el próximo domingo 8 de junio, festividad de Pentecostés. Tan sólo quedan doce días.
"¿Volverá a haber monaguillos?", se preguntan, en medio de una de esas animadas conversaciones que discurren sin rumbo por la voluble brújula de la memoria. Según cuentan, a principios del siglo XX esta figura era toda una institución. "Incluso hubo un tiempo no muy lejano en que su labor era remunerada, como recuerda el insigne Joaquín Jiménez en el libro Viejas historias de la Catedral Vieja", explica Vicente, el monaguillo que dejó el Seminario para ser periodista especializado en comunicación cristiana. Tras el Concilio Vaticano II, sin embargo, se produjo una modificación paulatina de la vida litúrgica de la Catedral y las parroquias de Vitoria que hizo que ese elemento "fuera desapareciendo". Lo dice en gerundio, porque quedó un fuerte reducto. El responsable de la iglesia de los Desamparados, don Javier Illana, había construido una activa comunidad de fieles; entre ellos, jóvenes acólitos que ayudaban en las eucaristías.
Esos niños y adolescentes empezaron a servir en las misas pontificales de Santa María, las que presidía el Obispo. "Don Javier nos prestaba para Semana Santa y el Día del Corpus", rememora Alfredo, cuya inquebrantable lealtad a la comunidad cristiana le convirtió con los años en uno de los cinco ministros extraordinarios que existen en Vitoria. Aquellas visitas de los monaguillos a la Catedral Vieja rompían con la cotidianidad y sumergían a los chavales en un cosmos de arcos deformes donde el protocolo era especialmente rígido. "¿Que si nos bebíamos el vino y nos comíamos las formas consagradas? En Desamparados por supuesto, pero en la Catedral no", confiesa Vicente. José Manuel, ex seminarista como él pero durante una etapa más fugaz, confiesa por qué. "Estaba todo cerrado bajo llave, y tanto como los canónigos y beneficiarios estaban siempre vigilando". El grupo se ríe. Aquellos años transcurrieron marcados por la complicidad de la amistad, a la vez que crecía en ellos un compromiso con la Iglesia que nunca han abandonado.
Illana, fallecido hace "al menos diez años", lo hizo bien con los chicos, ayudado en la labor por el sacerdote Cosme Montejo. "Yo me encargaba de darles formación en el lenguaje, las formas y oficios de la liturgia, combinando clases teóricas y prácticas que simulaban el desarrollo de una misa con excursiones a montes y ermitas de Álava", explica el cura, retirado del oficio por el obstinado peso de los años. Los últimos monaguillos de la Catedral Vieja siguen recordando con milimétrica perfección los rituales y sus términos. "Había todo un diccionario", reconocen, mientras enumeran las distintas funciones que desarrollaban y los elementos que portaban. "Crucífero, ciriales, turiferario, ceroferario...". En las ceremonias, cada uno tenía su labor. "En la Catedral, lo normal es que participáramos seis o siete", rememora Alfredo. "Y en el lavatorio de pies llegábamos a estar doce, aunque en el día a día lo normal es que fuéramos dos", continúa José Manuel. Vicente explica que "todo se hacía por algo". Desde los gestos hasta las vestimentas, "las cosas tenían su razón de ser, aunque ahora haya costumbres que no se entiendan".
Los últimos monaguillos de la Catedral cumplieron su labor con abnegación, sin importarles perderse las vacaciones de Semana Santa. "Me gustaba la liturgia, sus distintas partes. Estando arriba lo vivías todo de una forma más activa. El participar y entender era lo que me tiraba de esa labor", reconoce José Manuel, mientras sus compañeros asienten. Todos se lo tomaban bastante en serio, y eso que les llegaron a criticar en la prensa local de la época. Al parecer, las albas dejaban entrever sus pantalones vaqueros y las playeras. Un escándalo que ahora les hace reír. "Es que Illana era muy moderno, y eso despertaba habladurías. Fue, de hecho, el precursor de los centros cívicos, porque la parroquia incluía comedor social, guardería, biblioteca, bar, teatro, cine...", destaca Vicente. El grupo se queda pensativo, recordando a su mentor, pero en unos segundos vuelven a la conversación inicial. Sí, eran chicos serviciales, "aunque también hacíamos alguna trastada". En cierta ocasión, Álvaro, encargado de quemar el incienso ante las autoridades, lo echó hacia el ex lehendakari Garaikoetxea "una y otra vez hasta que se le saltaron las lágrimas".
Tomás ríe con ganas. Monaguillo y sacerdote de vocación tardía, actual cura de los dos cementerios de Vitoria, de dos pueblos del municipio y confesor en la capilla de San Antonio, es consciente de cómo aquella etapa marcó su vida. "De una forma u otra, todos hemos seguido comprometidos", explica. Por eso, no puede ocultar su ilusión ante la reapertura al culto de la Catedral Vieja. Ninguno puede. Y eso que, esta vez, tendrán que presenciar la misa desde abajo, como el resto de fieles. No será lo mismo.