ACABADA la época en la que todo era del rosa fachorra y hortera de Ágatha Ruiz de la Prada, nos damos cuenta de que la libertad escasea entre la clase media. (Bueno, más bien en la clase currela que una vez se creyó clase media).

Tal vez sea que estamos demasiado acostumbrados a hablar de libertad en términos económicos, ya que hay libertades que sí se pueden comprar: la justicia, la educación, la salud, la alimentación... es decir, prácticamente todo, para qué nos vamos a engañar. En la era Ágatha había dinero para ser libre en muchos aspectos, pero en otros, incluso quien no lo fue entonces, ahora tiene su oportunidad: hay una libertad que no se puede comprar, o se tiene o no se tiene, la libertad mental. Muchos tienen miedo a decir lo que piensan aún teniendo razón, o miedo a cambiar de forma de vida. En Álava hay gente que está pasando hambre y no se acerca a un comedor, hay quien se suicidará antes que trabajar limpiando váteres, o que ya no tiene luz ni agua caliente y sigue pagando el gimnasio. Los prisioneros de las apariencias no saben que ni las apariencias ni el miedo dan de comer, ni abrigan, ni sirven para nada más que para limitar la libertad y condicionar terriblemente la vida.

Pero incluso los que van de sobrados por la vida tampoco se libran de esa falta de libertad: la señora Encina tampoco es libre, cargada de los complejos propios de una derechona, ha mentido a los vitorianos, ha mentido a los concejales, ha intentado engañar a la funcionaria y ha conseguido que un alcalde de una Green Capital europea actúe como un niño de seis años a las órdenes de la marimandona de clase. Y el objetivo de todas las mentiras de la señora Encina era otra mentira más: ¡y a su propia familia! Joder. Me pregunto: si esta señora es capaz de todo esto sólo para chulear ante sus primos madrileños... ¿qué no hará por un buen fajo de los de 500? Pero bueno, daría igual porque aquí no dimite ni el Tato ya que entre ellos se perdonan: "Hoy por ti, mañana por mí", o miedos o deudas y por algo así, hemos de suponer que el alcalde agachó las orejas bajo la Encina y los del Madroño. Me alucina comparar las realidades vitorianas, porque mientras unos hoy no van a cenar nada, otros derrocharán insensibilidad, toneladas de ego e irán con la cabeza bien alta, que se les vea bien. Miedo me dan los prisioneros de las apariencias porque limitan la libertad y condicionan terriblemente la vida de los demás. Y para qué andarnos con retóricas: hay falta de libertad y sobra imbecilidad. Pues sí, sobra, sí.

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