a nueva oleada de migrantes de todo tipo que intentan entrar estos días en Grecia y Bulgaria desde Turquía es uno de estos acontecimientos que estremecen mucho y se entienden mal.

O se explican horriblemente mal por la mayoría de los medios de información. Porque si bien es cierto que unos miles de refugiados se han abalanzado sobre la frontera terrestre turco-griega -Kastanies y el rio Evros, principalmente-, ninguno de ellos pertenece al flujo de fugitivos de la provincia siria de Idlib. La inmensa mayoría son afganos y africanos que llevan meses -algunos, hasta años- en Turquía, esperando una oportunidad para entrar en la Europa rica. La mayor parte de ellos son fugitivos del hambre y han llegado a Turquía gracias a los “traficantes de seres humanos” que les ha engatusado con el señuelo del Jauja comunitario: una generosa seguridad social, se tenga trabajo o no.

Y entre la tentación de la sopa boba y la evidencia de la falta de futuro en sus respectivos países, a estos migrantes el sueño (y el señuelo) europeo les ha costado un dineral; desde los dos mil hasta los nueve mil euros por cabeza. El nuevo alud sobre la frontera griega y búlgara lo han promovido los traficantes y, muy minoritariamente, algunos fugitivos por cuenta propia. Los refugiados de la guerra civil siria -cerca del millón y medio- que han entrado hasta ahora en Turquía siguen en este país, masivamente en el este de la República. Están atendidos por las autoridades turcas con un generoso subsidio de la Unión Europea; un subsidio pagado por Bruselas a Ankara a condición de que esta cierre todo lo que pueda la salida de los refugiados de su país.

Lo cual ha venido haciendo Ankara. En buena parte, porque los turcos suelen cumplir sus promesas; y en aún mayor parte, porque esos millones de € les hacen mucha falta. El respeto del compromiso es, además, por doble interés: el económico y la seguridad pública. Tolerar o impulsar el desplazamiento este-oeste de una masa humana de más de un millón de personas a través de todo el país generaría el enorme riesgo de que ese movimiento se saliera de madre y generase violencias y pillajes catastróficos.

Lo que ha dado pie a la confusión (la periodística y la de la opinión pública) han sido las declaraciones de primeros de marzo de Erdogan y su ministro de Interior de que tolerarían que los refugiados abandonasen Turquía rumbo a Europa si esta no apoyaba las pretensiones turcas en el conflicto sirio. Fue un farol de Ankara que se ve desesperadamente sola frente a Putin y Assad en la batalla final de Idlib.

La bravuconada turca no se la tragaron ni Moscú ni Bruselas. La amenaza era tan burda que cayó en saco roto. Pero los migrantes instalados en Turquía Occidental la aprovecharon para este nuevo asalto. En Grecia y Bulgaria no se les acepta y en Turquía tampoco se les facilita el asalto. Prueba de ello es que la policía turca aleja sistemáticamente a los fugitivos que pretenden entrar en Bulgaria por carretera. Y es que esta vía es una artería importantísima para el tráfico de mercancías con Europa. De ese tráfico vive un importante sector de la economía turca y eso no se toca ni por razones humanitarias.