or vecindad, y por celebrarse en circunstancias similares a las nuestras, es ilustrativo tener en cuenta el desarrollo y resultado de las elecciones municipales francesas en su segunda vuelta que tuvieron lugar el pasado domingo. Coincidieron aquellos comicios con nuestra próxima jornada del 12 de julio en la ausencia de grandes mítines, en la sobriedad de la campaña y, sobre todo, en la ocupación de la mente de los votantes en otras preocupaciones como el coronavirus que rebrota, la recesión económica que nos espera y las inminentes vacaciones a las que muchos no están dispuestos a renunciar.

En síntesis, la cita electoral francesa ha estado marcada por una gran abstención estimada en casi un 60% del censo. Un dato infrecuente considerando la tradicional disciplina y el compromiso cívico del electorado galo, más aún en una elección tan cercana como los ayuntamientos. Como consecuencia más inmediata de esa extraordinaria abstención se ha podido comprobar la debilidad del LREM, el movimiento centrista que llevó a Emmanuel Macron a ganar las elecciones de 2017 que no ha logrado echar raíces a nivel local y no ha logrado dirigir ningún ayuntamiento de más de 100.000 habitantes. La abstención, por otra parte, ha cerrado el paso al populismo pero sin impedir que la extrema derecha haya celebrado con gran pompa su acceso a la Alcaldía de Perpignan, el más populoso de los ayuntamientos que controla. Pero casi tan relevante como la abstención, los comicios galos han revelado que este es el momento de los verdes, que en el mundo post-covid-19 se ha consolidado el concepto de que la protección del medio ambiente es asunto prioritario a juzgar por el relevante ascenso de los ecologistas, con quienes Macron no tendrá otra salida que pactar e incluso cogobernar.

Ya hemos visto peladas las barbas del vecino, ahora es momento de poner las nuestras a remojar. Se nos ha enseñado la lección de que una abstención desmesurada puede distorsionar severamente los resultados afectando en mayor medida a los partidos consolidados. Por otra parte, en el saludable ejercicio de poner nuestras barbas a remojar, es más que conveniente garantizar una gobernanza que tenga muy en cuenta el respeto al medio ambiente. Dese por supuesto, con la que ha caído y está cayendo, que cualquier proyecto debe garantizar el máximo esfuerzo por la adecuada atención sanitaria de la ciudadanía.

La incógnita es comprobar hasta qué punto las fuerzas políticas que se disputan los votos el próximo domingo han sido capaces de tomar nota del rapado de barbas que ha agitado el tablero político francés y si han puesto como prioridad la asistencia a las urnas, de forma que el nuevo Parlamento vasco no sea consecuencia de una realidad dislocada por la renuncia de los electores a su derecho y deber de contribuir con su voto al progreso de este país. A fin de cuentas, y aun con sordina, los mensajes de campaña, las soflamas, las entrevistas a doble página y los propios debates entre candidatos rara vez pasan del cartón piedra. Ni siquiera las encuestas, que curiosamente no indican una abstención fuera de lo normal, deberían disculpar a quienes están más por la labor de asegurarse plaza para sus vacaciones que por aportar su voto al futuro colectivo. Es responsabilidad de todos elegir a los que sean capaces y aporten solvencia para gestionar una situación complicada, endiablada casi, en la que habrá que afrontar una crisis económica, laboral y social sin precedentes. En esa barbería vamos a sobrevivir y ojalá lo hagamos con las barbas del escarmiento remojadas.

Francia encara la aún persistente pandemia con una difícil gobernabilidad, consecuencia de la marcha mayoritaria de los votos a la abstención. Macron con su centrismo improvisado y frágil ya tiene peladas sus barbas. Las de nuestros líderes domésticos que se disputan los escaños el próximo domingo deberían ya estar a remojo llamando a rebato a los votantes para que no renuncien a su aportación cívica en las urnas.