yer se celebró el Día de Europa. El 9 de mayo de 1950 Robert Schuman, Ministro de Asuntos Exteriores francés, leyó la famosa Declaración que lleva su nombre y que marcó el inicio del proceso de institucionalización de un nuevo sujeto político inédito que hoy conocemos como Unión Europea. Una entidad política sui generis, que denominamos supranacional, y que recoge muchos de nuestros sueños y frustraciones políticas.

La Unión Europea materializa muchos de los sueños de generaciones de europeos que anhelaban una Europa sin guerras entre países hermanos, una Europa que compartiera ciertos valores y principios políticos, una Europa que pudiera poner en común algunas políticas y pudiera gestionar algunos desafíos comunes. Para los vascos Europa fue primero una esperanza de libertad, luego una referencia y una aspiración, un modelo de hermano mayor, un aprendizaje casi un poco acomplejado y, finalmente, la cotidianidad normalizada que es hoy.

La Unión Europea materializa ahora muchas de nuestras frustraciones. Y esta crisis de la covid-19 nos lo muestra. Nos gustaría que Europa hubiera reaccionado antes y con mayor fuerza. Y si uno atiende a las redes, las encuestas y los comentarios de la calle, podría terminar pensando que la Unión Europea no ha hecho nada. Peor todavía: estaríamos tentados de sospechar que otros países -¡desde China hasta Rusia!- han sido más solidarios con nosotros que la propia Unión Europea. Nada más radicalmente erróneo, nada más profundamente injusto.

Ojalá las instituciones europeas gozaran de poderes de coordinación más fuertes para establecer criterios europeos para la gestión de crisis sanitarias comunes, como la actual. Sería deseable al menos que pudiera establecer criterios compartidos de información. Pero eso no lo lograremos dejándonos utilizar por la propaganda interesada en debilitar el proyecto europeo, sino todo lo contrario: dando más poderes a la Unión.

En los aspectos monetarios y financieros que le corresponden, la Unión Europea ha reaccionado con enorme ambición y responsabilidad. Insisto en la idea aunque no sea popular: la ambición política debe ir de la mano del rigor. Compartir riesgo debe implicar ceder soberanía. Aunque a los populismos les encante ignorarlo, sopas y sorber (es decir, dinero común sin control común) ni es posible ni es deseable. No lo es en el ámbito local, ni en el ámbito estatal y tampoco puede ni debe serlo en el ámbito europeo. No se trata de desconfianza, no se trata de norte contra sur, no se trata de ricos contra pobres, se trata de comprender el sentido profundo de la corresponsabilidad.

Tras la ayuda china y rusa a Italia -muy de agradecer, pero muy inferior a la que la Unión Europea provee a más de cien países terceros y a años luz de la que aporta al interior de sus fronteras-, estos países totalitarios despertarían, según las encuestas, mayores simpatías que los aliados tradicionales. Muy grave, si de construir un futuro con valores compartidos de libertad, transparencia y democracia se trata.

Hace justo 70 años Robert Schumann dijo: “La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan. La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas. (…) Se llevará a cabo la fusión de intereses indispensables para la creación de una comunidad económica y se introducirá el fermento de una comunidad más amplia y más profunda entre países”.

Hoy toca releer la Declaración Schuman no como en una clase de historia, sino como un manifiesto para seguir construyendo futuro a la estela de nuestros mayores: desde René Cassin a Simone Veil, pasando por Aguirre o Landaburu.