eo un texto de Hannah Arendt que quiero compartir. Dice la filósofa, refieriéndose a momentos de cambio histórico, que “la llamada al pensamiento surgió en ese extraño período intermedio que a veces se inserta en el curso histórico, cuando no sólo los historiadores, sino los actores y testigos se dan cuenta de que hay un interregno determinado por cosas que ya no existen y por cosas que aún no existen. Esos interregnos pueden contener un momento de la verdad”. No es exagerado decir que nos percibimos en uno de esos interregnos en los que, en palabras de Arendt, aparece un tesoro “que, bajo las circunstancias más diversas, aparece abrupta e inesperadamente y desaparece otra vez como si se tratara de un espejismo. Hay muchos motivos para creer que el tesoro jamás fue una realidad, sino una ilusión óptica”.

Arendt se refiere a esos diferentes tesoros que sus protagonistas creyeron vivir durante la independencia norteamericana, la revolución francesa o durante la resistencia frente al nazismo. Tesoros de esperanza, tesoros de ejercicio de libertad, tesoros de experiencias de fraternidad que en parte desaparecieron, creando una profunda nostalgia en sus protagonistas, y en parte se quedaron, en versiones más o menos domesticadas o institucionalizadas pero en todo caso imprescindibles.

Sea o no un espejismo, parece que nosotros tenemos también nuestro propio tesoro acumulado estas semanas de coronavirus. Hay varias joyas en nuestro tesoro:

— Hemos aprendido a valorar más lo social, lo público, lo colectivo. Los servicios sociales y la salud pública. Apreciamos a quienes trabajan en ese espacio común, sean médicos o limpiadores, voluntarios de la Cruz Roja, reponedores de supermercado o conductores de autobús.

— Hemos comprobado que hay problemas que sólo se pueden gestionar con una visión global. Lo que pasa en China me afecta. La salud en África o en un campamento de refugiados sirios puede terminar por afectar a mi portal, mi libertad y mi trabajo.

— Quizá nos hemos hecho un poco más amables en nuestras relaciones con los demás. Quizá estamos más abiertos a valorar cosas sencillas. Quizá estamos más cerca de distinguir valor y precio, como decía Machado.

— Hemos experimentado que la producción local y de cercanía es importante. Que no es lo mismo que las mascarillas o los medicamentos se hagan a 200 o a 8000 kilómetros. No es lo mismo que la leche, los huevos o las verduras se produzcan a 20 o a 1000 kilómetros. No es lo mismo comprar a una multinacional que en la tienda de la esquina. No es lo mismo depender de una empresa china que de una europea; ni de una europea que de una local.

— Hemos aprendido a valorar la ciencia y el conocimiento. Entendemos que los beneficios de la ciencia van más allá del acceso a sus resultados materiales, que nos enriquece con un conocimiento que nos permite entender mejor lo que nos pasa y participar responsablemente en una sociedad democrática. Sabemos que ese conocimiento sólo es posible con esfuerzo, tiempo, libertad, transparencia y cooperación internacional.

A su lado tenemos un contratesoro: bulos y mentiras; algunos ciudadanos fermentando su perplejidad o su dolor en forma de ira y odio; algunos políticos aprovechando la catástrofe para hacer partidismo tonto y desctructivo.

Arendt, que era más lista y vivió tiempos más difíciles que nosotros, ni era ingenua ni cínica. Sabía que esa joyas ni han venido necesariamente para quedarse ni para fatalmente irse, sino que se consolidarán o diluirán en función de lo que hacemos. Leerla nos puede ayudar a que en la nueva normalidad, o como quieras llamar a lo que nos viene, sepamos conservar algo de ese tesoro, aunque sea como eco, como poso o como memoria germinal, antes de que el espejismo desaparezca.