adura crisis que emerge como derivada de la pandemia podría llegar a exacerbar la búsqueda de soluciones individuales, el recurso al “sálvese quien pueda” y la vuelta a la autarquía. Con frecuencia, crisis de este nivel acaban gripando el motor de nuestra solidaridad y nubla el horizonte futuro, incapaz de ser visionado por encima de las aspiraciones individuales de cada persona.

El gusto por el trabajo bien hecho, el ejercicio de responsabilidad individual y colectiva en beneficio del bien social común son valores a preservar y revalorizar. El altruismo intelectual, alejado de egos y vanidades individuales, la visión compartida de un proyecto de sociedad ha de seguir siendo referente de nuestro actuar.

Es hora de trabajar en auzolan, poner en común nuestros atomizados conocimientos al servicio de un objetivo social común como seña de identidad y dique frente a individualismos que frenen la visión conjunta de país y la interdisciplinariedad necesaria para avanzar en un proyecto común, coordinado desde lo heterogénea, desde la diversidad de concepciones y de conocimientos.

Anteriores crisis tuvieron derivadas perversas que ahora hemos de orillar. Una de ellas se tradujo en que todo aquello que no aportara réditos inmediatos al sistema parecía destinado a ser sacrificado y arrojado por la borda de los recortes presupuestarios. Entre todos debemos preservar a la ciencia y a la investigación de dicho riesgo.

El escepticismo que todavía provocaba en muchos ciudadanos escuchar hablar de aparentes intangibles como “desarrollo de I+D+I”, o de “transferencia de conocimiento”, o de “calidad” ha de ser superado. No es fácil, pero es tarea de todos.

La tiránica cultura de lo efímero y del presente que presidía el ritmo de nuestra sociedad debe dejar paso a un sistema que valore la importancia de la divulgación y comunicación de la ciencia, su “socialización”, es decir, concienciarnos acerca de la importancia de la ciencia en nuestra vida cotidiana, en el desarrollo económico y en el bienestar social. Hay que crear una nueva cultura y concepción en torno a la dimensión social de la ciencia.

Nos preocupa el PIB, por supuesto; hay que generar riqueza social desde las empresas, sin duda; pero junto a ello deben emerger criterios adicionales de medición de nuestra cohesión social, entendida en sentido integral de forma que incluya factores como la redistribución, la igualdad de oportunidades, la lucha contra la pobreza y la exclusión social, la estabilidad o la protección de los derechos.

¿Dónde radica la auténtica riqueza de las naciones? El verdadero crecimiento económico no depende de los recursos naturales ni se asegura con los modelos de desarrollo que lo confían todo al mercado. La salida de la crisis, más allá de medidas coyunturales, dependerá de lo capaces que seamos de formar personas con alto nivel de cualificación. La verdadera riqueza de las sociedades reside en su saber.

La apelación a la sociedad del conocimiento y la innovación deberían convertirse en un horizonte perseguido con tenacidad, desde las instituciones y con la colaboración de quienes tienen alguna responsabilidad en ello, tejiendo así una gran red que ponga en la misma dirección a las instituciones políticas, económicas y educativas, los sectores público y privado. El dinamismo de la creación de riqueza surge de la innovación de conocimientos. La mejor inversión es ahora la educación, el aprendizaje y la investigación.

¿Y la política? En tiempos de inquietud, de incertidumbre, de riesgos globales, de ausencia de respuesta ante retos desconocidos la política no puede convertir la gobernanza de la vida pública en un parque de atracciones, en una montaña rusa. Lo que la mayoría ciudadana reclama de los gestores políticos es que traten de civilizar colectivamente ese incierto futuro, que aporten dosis de certidumbre y seguridad a sus decisiones, que consoliden los consensos básicos necesarios para convivir, que se aferren a la realidad para que su sentido político logre mejorar los niveles de bienestar y de tranquilidad social.