a concentración de tropas rusas en las fronteras de Ucrania corre pareja con los preparativos norteamericanos para suspender las exportaciones tecnológicas a Rusia y con la preocupación europea por los suministros de gas durante este invierno: nadie sabe si Moscú realmente quiere invadir Ucrania, si Estados Unidos cortará los suministros a Rusia ni si Europa se quedará sin el gas ruso.

En Washington, la actuación de rusos, ucranianos y norteamericanos se acostumbra a describir como “hacer ruido con los sables”, cuando todos amenazan con lo que podrían hacer, pero ninguno quiere hacer.

Parece evidente que ni Estados Unidos ni los aliados de la OTAN desean un enfrentamiento armado, como tampoco lo quiere Ucrania. No es tan evidente en el caso de Moscú, donde unas escaramuzas podrían tener un efecto positivo, tanto entre la opinión pública rusa, como en su posición frente a Ucrania. Pero cuesta imaginar que Rusia desea mucho más que esto, ni que realmente tome medidas para llegar a un conflicto serio, a pesar de lo cual nadie se atreve a bajar la guardia porque nadie puede garantizar que las cosas tomen una vida propia más allá de lo que todos preveían.

Entre tanto, algunas comparsas en esta comedia tienen una actividad intensa, como el presidente francés Macron, cuya mediación puede o no ser efectiva, pero tal vez le beneficie en la campaña electoral en Francia. Otro tanto podría ocurrir con el presidente norteamericano Joe Biden, quien mantiene un perfil elevado que puede hacer olvidar los tropezones en política interna en el año largo que lleva en la Casa Blanca. Y esto sería muy útil a su Partido Demócrata: Hay elecciones en noviembre en EEUU y, si bien no son comicios presidenciales, el partido del presidente podría reducir las grandes pérdidas que todos le vaticinan. Una buena actuación internacional permitiría a Biden mejorar su perfil y ayudar a los candidatos de su partido este otoño.

Otro tanto podría decirse de Vladímir Putin: si no hay duda de que Ucrania no desea hallarse donde se encuentra, es posible que a Putin la situación le traiga réditos dentro del electorado ruso. Especialmente si no hay choques armados ni víctimas entre sus tropas. Pero esto quizá sea pensar en Putin con criterios occidentales, cuando en realidad el presidente ruso, que floreció en la época soviética y describió la caída del imperio soviético como “una de las mayores tragedias del siglo XX”, no oculta su deseo de volver a la era de la “soberanía limitada” para los países en lo que Moscú considera su esfera de influencia, algo que le parece legítimo también para las demás grandes potencias del mundo, ya sea Estados Unidos o China.

Podría ser que, en sus 22 años al frente del Gobierno ruso, Putin se considere a sí mismo mucho más experto que sus colegas en Washington y también que vea la estructura de poder rusa como más aconsejable que la norteamericana, o en general las democracias occidentales, siempre pendientes de los vaivenes de la opinión pública.

Putin ha dejado bien claro cuál es su visión del mundo y las coordenadas en que debería moverse su país, en tanto que es una superpotencia. Y es que, si bien Rusia tiene una capacidad económica limitada y una población relativamente escasa, también cuenta con los arsenales atómicos y el control de su vasto territorio, además de la influencia que ejerce sobre algunos países que habían formado parte del imperio soviético.

No deja dudas de que desea reconstruir este imperio y, quizá ahora, le parezca un buen momento para dar un paso adelante: la otra superpotencia, Estados Unidos, vive una fase de turbulencias políticas, mientras que China tiene un concepto político más próximo al ruso que al norteamericano y recientemente ya ha demostrado que está más cera de Moscú que de Washington.

Eso de las democracias parece ser una exclusiva para los países ricos de Occidente y, desde el punto de vista de Putin, quizá incluso una aberración. Y así, por mucho que sorprenda en estas democracias -decadentes y desorientadas en su opinión- que Putin proponga volver al reparto del mundo que se hizo en Yalta, es posible que él siga en su empeño de un nuevo reparto que deje atrás el que se hizo a la caída del imperio soviético.

Mientras tanto, con las tropas rusas concentradas frente a Ucrania, Rusia habla con Francia y Alemania, sus actuales interlocutores europeos, de los acuerdos Minsk-2, firmados hace siete años tras los enfrentamientos entre Rusia y Ucrania. Se trata del acuerdo que Rusia impuso a Ucrania cuando rodeó a sus fuerzas y que obliga a Ucrania a cambios constitucionales acordados con los entonces sublevados de las regiones de Donetsk y Luhansk, quienes contaban con la ayuda militar de Moscú para independizarse de Ucrania.

Tanto funcionarios rusos como europeos admiten que poco se avanzará por este camino, pero es posible que estas conversaciones le sirvan a Moscú para ganar tiempo, analizar la situación y quizá reforzarse para un posible ataque en Ucrania. Pero nadie puede predecir si será justamente lo contrario, que este proceso les dé un compás de espera y abra las posibilidades de evitar el conflicto que la OTAN no desea, si es que Rusia cree que no va a salir ganando por ahora.

Es un buen momento económico también, en parte debido a la dependencia alemana del gas ruso, un auténtico regalo a Moscú pues los alemanes han renunciado tanto a las tecnologías para extraer gas de las piedras como a la energía nuclear, de forma que necesita los suministros que Moscú amenaza con cortar, tanto para protegerse del frío como para mantener en marcha a sus industrias. Pero tampoco esto queda muy claro: si Alemania necesita el gas, Rusia necesita el dinero. Y Alemania tiene este dinero que le permite substituir en parte el gas ruso con el gas licuado norteamericano que ya se ha desviado hacia Europa. Moscú difícilmente puede sustituir los pagos alemanes.