as recientes elecciones alemanas han evidenciado un fenómeno cada vez más frecuente en las democracias occidentales (excepto las anglosajonas, que se mantienen fieles al bipartidismo) : el desproporcionado poder de los mirmidones, los pequeños partidos que entran en los Parlamentos.

El fenómeno varía de caso a caso, pero tiene siempre en común que las grandes fuerzas tradicionales han perdido credibilidad -y con ello, votantes- en coyunturas de escaso dramatismo político y gran confusión ideológica.

Aparentemente, esto parece bueno. La falta de dramatismo político puede interpretarse como una consecuencia de la falta de crisis socio-económicas. Con la tripa llena no se generan arrebatos. Y la confusión ideológica sería, según este análisis, producto de la intrascendencia del mando político. Porque si hay bonanza, tanto da ir con unos como con otros, ¿para qué perder el tiempo buscando la mejor oferta ?

La otra lectura del fenómeno es más pesimista. Porque aquí se entiende esa indiferencia como una incitación al populismo o al clientelismo político. Donde no se piensa en el bien general y las necesidades nacionales, se piensa - mejor dicho, se busca- el medro personal.

Claro que esta última interpretación es muy discutible; pierde fuerza si se repasa la Historia. Desde que los seres humanos se estructuraron en sociedades urbanas o macro territoriales (aproximadamente, hace 5.000 años), la vinculación del poder político a los privilegios personales ha sido constante. Quizá, porque el egoísmo es un componente substancial de los seres.

Pero a lo largo de esos cinco mil años, las sociedades más avanzadas han desarrollado una conciencia política y una moral social que exigen que en la escala de valores predomine el interés general. Y si es admisible -por inevitable- que los poderosos de turno sucumben frecuentemente a la tentación pecuniaria -o a la del orgullo-, en cambio resulta muy frustrante ver que en el marco institucional sucede lo mismo.

Con el agravante, en el caso alemán actual, de que toda su historia contemporánea ha sido una pugna constante entre un idealismo casi pietista y un pragmatismo agobiante. Además, tanto verdes como liberales son partidos que han justificado siempre su entrada en el escenario político con la aportación de ideas nuevas y criterios morales de altas miras.

Y este planteamiento se evapora a la hora de la verdad en un mercadeo de coaliciones; en él, la tajada de poder que se prima casi exclusivamente es la que se les arrancará a los partidos grandes. De la presunta voluntad popular expresada en el número de votos, ni se habla. Y casi nunca se tienen en cuenta las necesidades de la nación para el presente y un futuro próximo, ni se piensa más allá. El poder es esencialmente una cuestión de aquí y ahora... y de a qué precio.