os veinte años transcurridos después del atentado al World Trade Center de Nueva York no parece que disminuyan para nada el estremecimiento que produce estos días la repetición de aquellas imágenes. La brutalidad, la magnitud, y muy especialmente la fuerza visual de un plan tan diabólico, resultan imborrables para la memoria colectiva en aquel principio del siglo XXI. Asimismo, y desgraciadamente, parece que sus consecuencias tampoco hayan desmentido los peores presagios que se podían atisbar desde el primer minuto. Esperar una respuesta racional ante tal concentración de dolor, y que no fuera aprovechada por la industria de la destrucción, era ciertamente una ingenuidad.

Así, haber supuesto que se entraría en unos tiempos en los que se acentuaría la invasión de la vida privada por razones de seguridad, no solo puede decirse que se acertó, sino que se ha desbordado cualquier previsión una vez se desarrollaron las tecnologías necesarias. O haber imaginado que la humillación no solo política i militar, sino del orgullo nacional por el ataque al corazón de los Estados Unidos daría lugar a una respuesta desmesurada, no era difícil. En lugar de cerrar el ciclo de violencia, éste quedaría abierto en todas direcciones, como también lo hemos podido comprobar con la repetición de múltiples atentados de un cariz semejante. No tengo los datos a mano para saber si en su conjunto se acerca al volumen de víctimas de aquél 11-S, pero no debe andarse muy lejos.

Menos pensable era hace veinte años que una de las consecuencias a medio plazo sería el empuje que aquel atentado y los que seguirían daría empuje al desarrollo de la extrema derecha en el conjunto del mundo occidental a pesar de sus fuertes bases democráticas. No sé hasta que punto los buenos analistas internacionales habrán relacionado ambas cosas, pero me atrevería a decir que incluso el sorprendente y dramático paso de Donald Trump por la presidencia norteamericana podría ser, entre otras poderosas razones, un efecto retardado de aquella humillación. Quizás no estaría fuera de lugar, en este caso, aventurar un diagnóstico de "estrés post-traumático colectivo" para el conjunto de la nación.

En cualquier caso, el reciente traumático final de la guerra en Afganistán apunta al error de cálculo hecho hace veinte años bajo el efecto del odio y muestra el conjunto de desastres que los de Bin Laden desencadenaron aquel 11-S de 2001.

El autor es profesor de Sociología en la UAB