uatro horas antes de que Joe Biden convirtiera en realidad el sueño de toda una vida, el derrotado presidente Trump abandonaba Washington en lo que él intentaba que fuera su última aparición triunfal como líder de un país en que la mitad le odia y la otra mitad lo ama

Los colaboradores del ya expresidente, que en los últimos días eran cada vez menos pues la gran mayoría lo abandonó en busca de mejor postor, intentaron denodadamente congregar a simpatizantes y seguidores para despedirlo en le base aérea de Andrews, de la que tantas veces salió y regresó en el avión presidencial.

Con poco éxito. Allí no había más que un puñado de incondicionales, un gran contraste con las multitudes que le han seguido en los últimos cinco años y que esperaban horas y hasta días para poder escucharlo.

El Trump que ayer abandonó Washington es un personaje muy distinto, no ya del que juró el cargo hace cuatro años, sino del que hace poco más de dos meses daba por seguro que ganaría la reelección: sus seguidores incondicionales están descorazonados, sus rivales políticos triunfantes, mientras que sus enemigos, envalentonados por el giro de los acontecimientos, se preparan a perseguirlo hasta destrozar totalmente sus posibilidades políticas e, incluso, el resto de su vida -tanto a él como a su familia-.

Mientras el nuevo presidente Joe Biden juraba su cargo, Trump se hallaba ya en Florida para empezar su nueva etapa de presidente jubilado, a la que llega con graves problemas: sus empresas se han resentido de su gestión política, sus perspectivas legales se tambalean y su futuro político es, en el mejor de los casos, incierto.

Su derrota política no se limita a las elecciones presidenciales, sino al hecho de que el Partido Republicano quedase en minoría en todo el gobierno Ejecutivo y Legislativo cuando los dos candidatos republicanos de Carolina perdieron sus escaños senatoriales, algo de lo que muchos hacen responsable a Trump.

Es fácil hacerlo, pues además de su obvio efecto negativo en las campañas de ambos candidatos a senador, ahora que ya no manda es un buen chivo expiatorio, como acostumbran a ser los vencidos.

Por otro lado, su principal motivo de orgullo, que era su habilidad empresarial, también se debilita porque tambalean muchas de sus inversiones, tanto en hoteles como en campos de golf. En otro terreno, los legisladores demócratas en Washington, con el apoyo de un puñado de republicanos, quieren seguir adelante con el segundo impeachment, a pesar de que no hay precedente de que el procedimiento se siga contra alguien que ya ha dejado la Casa Blanca. Su objetivo no será echarlo del cargo, sino impedir que vuelva dentro de cuatro años.

Paralelamente, el estado de Nueva York lo quiere procesar por diversos motivos y muchos de sus enemigos políticos desean verlo entre rejas, no solamente a él, sino también a su familia.

Está por ver cuántos de entre los 74 millones de estadounidenses que le votaron mantendrán su apoyo. Pero por muchos que sean los que le vuelvan la espalda, a Trump le seguirán aún muchos de sus incondicionales. Pero no serán suficientes como para evitarle repetir, más de 20 siglos más tarde, la experiencia romana de que la única esperanza de los derrotados es la improbable compasión de los vencedores, en este caso del nuevo presidente Biden. Con o sin esta compasión, Trump podrá experimentar personalmente lo que significa la expresión Vae victis ¡Ay de los vencidos!