a moción de censura impulsada en la Cámara de Representantes por 222 votos demócratas fue apoyada por diez representantes republicanos, entre ellos la presidenta de la conferencia republicana Liz Cheney, la cual ha afirmado contundente que “el presidente de los Estados Unidos convocó y reunió a esa turba e incentivó el ataque. Todo lo que siguió fue obra suya. Nada de esto habría sucedido sin el presidente. El presidente podría haber intervenido inmediata y enérgicamente para detener la violencia. No lo hizo. Nunca ha habido una traición mayor por parte de un presidente de los Estados Unidos”.

A Trump le gusta batir récords: es la primera vez en la historia de la república que un presidente merece dos mociones de censura, la primera vez que una moción de censura tiene el apoyo de ambos partidos y todo ello es el resultado de haber sido el primer presidente en incitar a una horda de supremacistas a asaltar el Capitolio, lo cual ha dado lugar a la segunda ocupación de este edifico desde 1812. Y remata su palmarés un índice de popularidad del 29%, el más bajo de la historia: todo un plusmarquista.

Las primeras reacciones del presidente no sorprendieron. El día 6 no quiso detener a los asaltantes ni llamar a la guardia nacional y, cinco horas y media después de que empezaran los disturbios, volvió a emitir falsedades sobre fraude electoral. Remató esta faena declarando su amor a los manifestantes: “Os quiero, sois muy especiales”. Seis días más tarde, siguió mostrándose arrogante al afirmar que había hablado y actuado de forma “totalmente apropiada”.

Pero algo ha cambiado en Donald. Cada vez son más los líderes republicanos que se han declarado en contra del presidente y las dimisiones de miembros clave de su gabinete se acumulan. Los medios sociales lo han vetado y el estado de New York ha cancelado tres contratos con los Trump por valor de 17 millones de dólares anuales. ATT, Marriot y otras muchas empresas han retirado su apoyo financiero a los 194 representantes republicanos que votaron en contra de reconocer la victoria electoral de Biden y, el colegio de abogados del estado de New York está estudiando retirar la licencia a Rudy Giuliani. Este hecho ha generado una pendencia entre estos dos inseparables amigos con intereses mutuos porque, cuando Giuliani ha hecho entrega de una factura de 20.000 dólares diarios más dietas (o un total aproximado de 1,2 millones de dólares por dos meses de trabajo), Trump se ha negado a pagar. Quizás en este caso el presidente tenga razón, es un precio exorbitado por perder sesenta juicios sobre fraude electoral y hacerlo de una forma tan humillante y esperpéntica.

A Trump se le hunde el show. Sin el eco que le daba Twitter, la campaña de recaudación de fondos pierde empuje y esa, y sólo esa, es la razón de ser que trasciende a todo lo que está ocurriendo estos días porque, recordemos, Trump no quería ni ha querido nunca protagonizar un golpe de Estado, sino generar una tramoya lo suficientemente ruidosa como para recaudar hasta 500 millones de dólares en dos meses escasos tras las elecciones el pasado 3 de noviembre. Y ahora está viendo caer el telón entre los abucheos del público.

La gota que ha colmado el vaso han sido las declaraciones de Mitch McConnell, líder del Partido Republicano en el Senado. Nadie esperaba que se mostrara “satisfecho” con la moción de censura contra Trump ni que su esposa Elaine Chao, secretaria de Transporte del Gobierno de Trump, renunciase a su cargo el 7 de enero. Esto ha hecho temblar al elefante rojo hasta tal punto que inmediatamente después de las declaraciones de McConnell el día 12 por la tarde, la actitud de Trump ha dado un giro de 180 grados. El agitador de masas que el día 6 incitaba a su público a “marchar contra el Capitolio” y “mostrar fuerza”, ha dado paso el 13 de enero a una especie de beato Trump que leyó con gesto ceñudo que “la violencia callejera va en contra de todo en lo que creo y todo lo que representa nuestro movimiento… ningún verdadero partidario mío podría jamás faltar el respeto a la aplicación de la ley ni a nuestra gran bandera estadounidense”.

Es obvio que miente porque ni acepta su culpa, ni menciona su grave negligencia, ni pide perdón ni se lamenta por lo ocurrido. Pero no es menos obvio que por vez primera en cuatro años Trump tiene miedo, y siente cómo se derrumban los pilares de su negocio.

Ahora todo está en manos de un hombre, Mitch McConnell, un genio político de moral fortuita que, a pesar de haber perdido las elecciones, se ha sabido colocar en una posición envidiable y es que, por primera vez en cuatro años, la verdad sirve mejor a los intereses de Mitch.

Como líder de la próxima minoría republicana en el Senado, el resultado de la moción de censura depende de él. NBC News ha anunciado que hasta 30 senadores republicanos podrían votar contra Trump si McConnell les muestra el camino. Trump es un valor en declive y, valiéndose de su destronamiento, McConnell lograría colocarse a la cabeza del nuevo grupo de liderazgo echando por tierra las expectativas de los seguidores de Trump como Ted Cruz y Lindsey Graham en el Senado y, Jim Jordan, Josh Hawley o Mo Brooks en la Cámara de Representantes. Todas las fuentes coinciden en afirmar que McConnell y su mujer están exasperados con Trump, a quien culpan de haber sido el factor fundamental de la pérdida de las elecciones presidenciales y las elecciones al Senado en Georgia, que han supuesto la perdida de la mayoría republicana en la cámara alta. Un Trump sentenciado beneficiaría a McConnell y al partido.

Pero el senador no ha anticipado su voto. Su postura podría muy bien ser una mera maniobra para ganar tiempo y colocarse en el centro de la escena política del país, tiempo que podría invertir en negociar una paz duradera dentro del Partido Republicano con los seguidores de Trump. Una tregua dentro del partido también beneficiaría a McConnell, pero no sería tan beneficiosa para el partido.

El Senado se reunirá el 19 de enero y McConnell ya ha anunciado que no hay tiempo para juzgar a Trump antes del día 20, y que la deliberación sobre la moción de censura podría retrasar la agenda de Biden entre 21 y 83 días, lo cual supone de entrada una notable victoria política para el Partido Republicano, ya que paraliza la política de Biden durante los primeros 100 días a pesar de que los demócratas controlan ambas cámaras. Además, el Partido Demócrata tendrá que ofrecer algo sustancial a McConnell a cambio de su apoyo y él tan sólo tiene que esperar, sabiendo que cuanto más espere, más ganará. En este escenario, McConnell también domina, adquiere y cobra.

En definitiva, el senador se está valiendo de una democracia débil y azotada por la crisis, lo que le permite jugar a tres manos sin perder nada en un juego que ni tan siquiera es suyo. Todos acudirán a él, y todos le ofrecerán algo: sólo tiene que elegir, convertido en el protector de la república y paladín de ambos partidos.

El 6 de enero Trump recordó a su coro que McConnell le debe a él su puesto. Pero, en el último acto de esta tragedia, Trump, como el César de Shakespeare, no tendrá más remedio que acercarse a su posible asesino político y preguntarle con una sonrisa, “¿Tú también, hijo mío…?” En ese instante, McConnell podrá y sabrá poner precio a su respuesta y, diga o diga no, Mitch saldrá ganando.